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Jerusalén, Nueva York, Madrid, Londres...

El fanatismo religioso de unos cuantos provoca odio hacia los árabes, así como los ataques contra países islámicos han alimentado el terrorismo

Semana
10 de julio de 2005

"Todo olía a pelo chamuscado", cuenta en el blog del Guardian una mujer que estaba en uno de los trenes subterráneos donde ocurrieron los atentados de Londres. "Había sangre y trozos de carne contra las latas del bus", escribe otro periodista ocasional que vio la carnicería con sus propios ojos. El horror del terrorismo, que se ha vuelto repetitivo, casi un ritual de sacrificio, golpea de nuevo, y esta vez en el corazón mismo del país que posee, en opinión de muchos, la mejor policía secreta del mundo. Ni ellos pudieron evitar estos ataques.

En realidad, no hay inteligencia capaz de prevenirlos (salvo que se instauren medidas de control totalitarias que riñen completamente con las libertades y los derechos civiles de una sociedad abierta). Algunas células terroristas pueden ser disueltas, muchos ataques pueden ser abortados, pero es prácticamente inevitable que algunos bárbaros consigan dar en el blanco. No hay manera de controlar a la perfección una megalópolis compleja como Londres (o como Roma o Berlín, que podrían ser las próximas víctimas de la serie). Siempre habrá momentos, sitios, zonas vulnerables. Contra el terrorismo no hay una receta de seguridad perfecta.

Si se hacen bien las cuentas, la eficacia del terrorismo -en términos de guerra, en cifras brutas- es más mediática que real. En todo el sistema del metro de Londres (el más antiguo y uno de los mejores del mundo), poco antes de las 9 de la mañana, en el mismo instante de las primeras explosiones, había unas 500.000 personas yendo a sus destinos. En los buses debía de haber incluso más gente. Los terroristas consiguieron matar a unas 50 personas inocentes. Una monstruosidad, si se toman los casos uno por uno, pero en términos del "hormiguero humano" es como si un insecticida consiguiera eliminar tan solo a dos elementos de toda una colonia de hormigas: un porcentaje casi nulo de efectividad. Pero ese porcentaje ínfimo no importa, porque a los humanos nos horroriza la muerte: el estupor y la rabia producen cambios políticos que apuntan casi siempre hacia una peor radicalización de la sociedad.

Mientras buena parte de la Policía inglesa intentaba controlar a los No-Global que manifestaban contra el G-8 en Gleneagles, los terroristas islámicos aprovecharon. Y el cambio de la agenda en Escocia no pudo ser más triste: se hablaba de pobreza y calentamiento global (¡al fin!), pero el tema central de la cumbre volvió a ser el terrorismo.

A pocas horas de los atentados algunos líderes musulmanes recomendaron a los fieles no salir de sus casas por un tiempo, en toda Gran Bretaña, por temor a "ataques vengativos indiscriminados". El fanatismo religioso de unos cuantos terroristas islámicos provoca odio hacia todos los árabes. Este es un efecto análogo al de los ataques occidentales en los países islámicos, que no han atenuado el terrorismo, sino que lo han alimentado. El "choque de civilizaciones" se nutre de la hiperreacción internacional de Estados Unidos -con su insensata política de guerra- y del crecimiento de los fanáticos religiosos, pues para su ideología demente no hay mejor abono que la violencia extranjera.

El caso es que si la invasión de Irak no va a cambiar las líneas culturales de esa sociedad, muchísimo menos estos atentados terroristas van a modificar las costumbres de la sociedad occidental. Si lo que pretenden así es volver, de algún modo, piadosos a los europeos, creo que los terroristas islámicos están todavía más desorientados que los militares norteamericanos cuando pretenden volver "democráticos" a los países árabes. Y si lo que quieren es castigar a los países invasores, con estas víctimas inocentes lo único que consiguen es que haya más aliados de la línea dura contra todo lo que huela a extremismo musulmán.

Las escenas de Londres parecen fotocopias de Madrid y de Jerusalén. Pero los efectos del terrorismo son caóticos, impredecibles, no sólo en las víctimas, sino en el tipo de reacción política. El caso de Inglaterra no será igual al de España (Gran Bretaña no retirará las tropas de Irak), ante todo, porque Blair no es el asno de Aznar (y no corrió a decir que el IRA bombardeó, por miedo al electorado), ni los británicos tienen la furia paranoica de los israelíes (que acabaron apoyando a Sharon, el halcón de los halcones). El terrorismo no sabe a quién mata y tampoco puede saber qué efectos políticos consigue. Es una fuerza bruta y brutal. Por eso se demora tanto en comprender que sus golpes le salen casi siempre por la culata.

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