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Extraditando a Santrich

el nuevo presidente tendrá que sopesar en 2019 si el valor de la extradición de santrich como mensaje disuasivo es superior a cómo afectará la implementación Del acuerdo con las farc

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
14 de abril de 2018

Habían pasado apenas unos minutos de la noticia de la captura de Jesús Santrich y ya trinaban quienes pedían su inmediata extradición. Otros retaban al presidente Juan Manuel Santos que si sería capaz de enviar al exguerrillero y comandante de las Farc a Estados Unidos. El candidato de la coalición uribista, Iván Duque, dijo que “el que la hace la paga” en un corto video. Sus partidarios del Centro Democrático  pidieron a gritos que Santrich fuera

trasladado a un centro penitenciario estadounidense. El expresidente Álvaro Uribe lamentó que por el acuerdo de paz la extradición fuera solo una posibilidad. Gustavo  Petro se unió al coro: “Si la JEP confirma los hechos, y soy presidente, Santrich será extraditado”.  

Lo único seguro es que el porvenir del locuaz  Santrich ya no depende de Santos, sino de su sucesor. Un proceso de extradición dura en promedio 10 meses y eso era sin la intervención de la Jurisdicción Especial para la Paz. En campaña es usual prometer mano dura para los maleantes; otra es asumir la responsabilidad de deportar a un ciudadano colombiano para ser juzgado en otro país. 

Santos y Uribe se disputan el récord de compatriotas desterrados. Suman centenares. Hay de todo un poco. Desde capos de carteles hasta balseros. Desde culpables hasta inocentes. Hace unas décadas, firmar una extradición era un acto de valentía. Estaba en juego la vida del funcionario y la de su familia. Hoy, no tanto. Incluso hay narcotraficantes que solicitan agilizar su viaje a gringolandia para poder delatar a sus cómplices y obtener beneficios y reducción de penas. 

Como política pública la herramienta de la extradición es agridulce. Si bien castiga al individuo, el impacto sobre su organización no siempre corresponde a la expectativa. En enero de 2004 se capturó a Simón Trinidad, vocero mediático de las Farc, y de inmediato el entonces presidente Uribe solicitó a Estados Unidos su extradición. En un cable diplomático de ese mes, revelado por WikiLeaks, el embajador William Wood informó a Washington de la petición colombiana, pero resaltó una dificultad: “En este momento, sin embargo, no hay cargos criminales contra él en Estados Unidos. La embajada no conoce de alguna investigación pendiente contra este narcoterrorista”. Al final de 2004 se autorizaría el envío de Trinidad a Estados Unidos para ser juzgado por secuestro y narcotráfico. 

Uribe ofreció revocar la decisión a cambio de la liberación de los rehenes (Íngrid Betancourt, los tres gringos y los otros secuestrados). No tuvo eco. Obtuvo una victoria táctica –ver a Trinidad en una cárcel gringa–, mas no su objetivo estratégico: la libertad de los secuestrados. Ni tampoco hubo un cambio en el comportamiento de las Farc. 

La extradición exprés de varios jefes paramilitares en 2008, aplaudida hoy por furibistas, fue costosa para la verdad y la reparación de las víctimas. Y más que una demostración de fuerza, fue una señal de debilidad: los paramilitares seguían delinquiendo desde la cárcel de máxima seguridad de Itagüí y estaban utilizando sus confesiones para salpicar a sus enemigos y confundir a la opinión pública. Sus negocios criminales fueron asumidos por lugartenientes que se transformarían en bacrim (Clan del Golfo, etcétera). 

A Santos aún le cobran su decisión de entregar al narcotraficante venezolano Walid Makled a Hugo Chávez y no a las autoridades estadounidenses en los primeros meses de su gobierno. Era un gesto a su ‘nuevo mejor amigo’ y de quien requería su mediación para una eventual negociación con las Farc. Causó malestar con Washington y con el uribismo, con quien aún compartía mesa. Santos dirá que valió la pena. Que sin Chávez nunca se hubiera destrabado el proceso. 

En Colombia, donde no existe la pena de muerte ni el indulto presidencial, la extradición se ha convertido en un poder equivalente para los mandatarios colombianos. Es la discrecionalidad llevada al extremo. Si bien otros participan en el proceso– la Cancillería, la Fiscalía, la Corte Suprema–, su rol es burocrático y de trámite.  No valoran la calidad ni el peso de las pruebas. Esa responsabilidad recae finalmente en el presidente. No debe ni puede ser tomada a la ligera.

La evidencia contra Santrich parece sólida. Hay videos, audios y testigos. Los presuntos hechos ocurrieron después de la firma del acuerdo. Para la mayoría de la opinión pública y casi todos los medios, su culpabilidad es innegable. Caso cerrado.

El nuevo presidente tendrá que sopesar en 2019 si  el valor de la extradición de Santrich como mensaje disuasivo a los reincidentes es superior a cómo afectará la implementación del acuerdo con las Farc. ¿Se incrementarán las disidencias? ¿Se polarizará aún más el país?  ¿O sería más ejemplarizante que Santrich pase sus años en una cárcel colombiana? Como candidato, las palabras son baratas. A partir del 7 de agosto, ya no será la paz de Santos, sino la paz de Colombia. n

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