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Dejación de armas, ¿qué significa?

Silenciar los fusiles podría significar solo dejarlos en casa mientras se sale a dar una vuelta.

Semana.Com
27 de julio de 2015

Habría que empezar preguntándoles a los jefes negociadores de las FARC en qué consiste la “dejación de armas”. Lo dicen y lo repiten tan seguidamente que quedan profundas dudas si ese ejercicio de “silenciar los fusiles” es solo guardarlos en una bodega en la profundidad de la selva, si es solo un acto de precaución por si el Estado no cumple lo prometido o si se los entregarán a una organización de paz internacional, o a un gobierno aliado, para que sean fundidos en una enorme hoguera. El hecho de que se desconozca el destino de ese arsenal, que incluye pistolas, granadas de fragmentación, lanzagranadas,  centenares de kilos de explosivos y millones de  cartuchos, debería preocupar a los colombianos. Que el IRA no haya entregado las armas que utilizaron para causar cientos de muerte absurdas, o que la ETA haya seguido los pasos de sus colegas irlandeses, no debería convertirse en una regla general para ningún otro grupo armado, al margen de la ley, en ninguna otra parte del mundo.

La razón es simple: ni Irlanda es Colombia ni las FARC es “La lanza de la nación”, el grupo armado que lideró Nelson Mandela para combatir el régimen racista del Apartheid en la Suráfrica de los 70 y 80. El asunto en Colombia es mucho más complejo porque el éxito bélico de las FARC ha estado mediado por el narcotráfico, la extorsión y una larga lista de bandas criminales con las que ha mantenido el lucrativo negocio de la cocaína y, sin duda, el de las armas. ¿Quién asegura que esos mismos fusiles que se utilizaron para asesinar a cientos de colombianos no pasarán a otras manos más despiadadas? ¿Quién puede afirmar que algunos de los miembros del grupo guerrillero no armarán “rancho aparte” y pasarán a ocupar el puesto que ocupan las bandas criminales que hoy tienen al Pacífico convertido en un mierdero? No hay que olvidar que el negocio del narcotráfico es tan rentable que va a ser imposible que esas plazas dejadas por los frentes de las FARC, encargados de mover el negocio, permanezcan desocupadas.

Si los comandantes del grupo armado sueñan con hacer política y aspirar a que la sociedad olvide el baño de sangre que desataron al lado del paramilitarismo creado por los Castaño y los Mancuso y auspiciado por un gran número de colombianos, no pueden decir que solo silenciarán los hierros porque eso puede interpretarse de mil maneras. Silenciar un fusil puede significar solo dejarlo en casa mientras se sale a dar una vuelta.

Ahora bien, si las FARC tienen temor de entregar las armas al Estado que combatieron durante casi 60 años, podría interpretarse como un acto de  desconfianza hacia su contraparte, más allá de la deshonrosa humillación de la entrega de los hierros. Sus comandantes alegan que ellos no han sido derrotados en el campo de batalla, que ellos siguen en pie de lucha. Eso no se les puede negar: el Estado colombiano no ha podido derrotarlas en el campo militar, pero eso no significa que no hayan sido disminuidas. Pasar de tener 18.000 combatientes durante el proceso de San Vicente del Caguán a poseer menos de 6.000 en la actualidad no se le puede llamar estar a la par de unas Fuerzas Militares que ostentan en sus filas más de 400 mil soldados y están mejor equipadas.

Hay que considerar también que durante los últimos diez años las FARC sufrieron, precisamente en lo militar, los golpes más duros que han recibido a lo largo de su historia: desde la muerte de sus íconos hasta la disminución del número de sus combatientes. Aunque los negociadores en La Habana nieguen lo anterior, que las FARC no están dialogando porque hayan sido derrotadas, no pueden negar que si tuvieran aún el ejército poderoso que hacía sus ejercicios militares en la zona de distensión, no estarían en la mesa de conversaciones y tendrían vivo el sueño de tomarse a sangre y fuego el poder del Estado.

Negar que están sentadas con el gobierno de Santos porque el oxígeno se les está agotando, es más un acto de orgullo que una verdad de a puño. Por otro lado, hay que considerar que aquellos gobiernos de la región que les prestaron apoyo, tanto en lo militar como en lo político, hoy están intentando normalizar relaciones con el “gran imperio norteamericano”, como es el caso de Cuba, que acaba de salir de la lista de los países que patrocinan el terrorismo en el mundo y ha abierto, orgullosamente, con bombos y platillos, su nueva embajada en Washington. Venezuela, en este sentido, está aislada, y ha perdido apoyo de su mejor aliado: el gobierno de La Habana. Los Castro, por otro lado, están luchando porque el congreso de los Estados Unidos les retire el embargo, y no parecen dispuestos a dar un paso en falso frente a un gran número de congresistas que los quiere ver enterrados hasta el cuello y los mira todavía como sus grandes enemigos.

En este aspecto, las FARC empiezan a sentir la presión que los empuja a terminar lo empezado. Los Castro no pueden seguir dándoles refugio como lo hicieron en otros momentos, y Maduro y su grupo de militares vinculados al célebre “cartel de los Soles” están intentando que el gobierno de Barack Obama eche atrás la resolución que embargó los bienes y congeló las cuentas de un gran número de funcionarios venezolanos en los Estados Unidos, acusado de violar sistemáticamente los Derechos Humanos en la patria de Bolívar.

En los cuatro meses que vienen, las FARC tendrán que decidir si siguen echando plomo o cambian los fusiles por los discursos. Si optan por lo segundo, tendrán, necesariamente, que entregar las armas. Ese cuento de silenciarlas no convence a nadie, porque es como tenerlas a buen recaudo por si algo cambia en el mapa de los acuerdos. Por otro lado, la Constitución de Colombia es clara en este aspecto: no se puede hacer política con un fusil al hombro. Y las FARC no van a ser la excepción. Tendrán que entregarlas al gobierno u organización que ellos consideren, pero entregarlas al fin y al cabo si quieren ganarse la confianza de los colombianos que sufrieron su violencia.

NOTA ACLARATORIA: En mi artículo anterior, titulado “Las entelequias de la ministra Parody”, afirmé, y lo reitero nuevamente, que la Universidad de Nariño ocupó el puesto 21 en el listado general del MIDE, que sus programas no tienen la acreditación de “alta calidad” pero que, sin embargo, no han sido cuestionado como afirmé. La universidad  cuyos programas han sido puestos en tela de juicio por su baja calidad y no tener el aval para su funcionamiento es la Universidad Antonio Nariño.

En Twitter. @joarza
E-mail: robleszabala@gmail.com

*Docente universitario. 

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