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Premio de montaña

Tan importante como el fin del conflicto armado con las Farc es la calidad del pronunciamiento popular para refrendar el inminente acuerdo.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
30 de junio de 2016

El reciente acuerdo logrado en La Habana entre las Farc y el Gobierno, en presencia de importantes voceros de la comunidad internacional y una amplia representación de los estamentos civiles y políticos de Colombia, constituye un gran paso hacia la suscripción del acuerdo final. Leído el documento pertinente, es obvio que allí se contienen estipulaciones razonables para lograr la concentración de los integrantes de la guerrilla en unas zonas preestablecidas, las restricciones y derechos que tendrían mientras dure ese confinamiento, las funciones que cumplirían los delegados de Naciones Unidas y la Fuerza Pública, la dejación verificable de las armas y la desmovilización de los combatientes que reciban el beneficio de amnistía.

Voces de incredulidad se han escuchado sobre la voluntad de las Farc de cumplir los compromisos contraídos. La historia respalda ese sentimiento; basta recordar los abusos que cometieron mientras estuvo vigente la zona de despeje del Caguán en épocas del Presidente Pastrana. Esta vez creo que las circunstancias son diferentes. Las Farc agotaron su capacidad militar y terminaron en un irreversible aislamiento político. Además, han logrado una negociación inmejorable que mucho dice de la capacidad de su equipo negociador. Como tienen todo para ganar respetando los acuerdos, carece de sentido dar marcha atrás.

Resulta interesante advertir que se ha firmado el Cese al Fuego Bilateral y Definitivo, que es cosa distinta al Acuerdo Final para poner fin al Conflicto, el cual debería suscribirse en fecha todavía indeterminada pero próxima. Esta distinción dificulta un tanto la comprensión de los observadores internacionales que ya han asistido a dos solemnes ceremonias en Cuba con la presencia del Presidente de la Republica sin que todavía se haya firmado el instrumento que cierra el proceso. Quizás piensen que se trata de efusiones típicas de los países tropicales...

No obstante, la difusión de los recientes acuerdos tiene, en mi opinión, dos propósitos políticos: el primero, mandarle un mensaje tácito a los magistrados de la Corte Constitucional: “por favor, tomen nota de que la guerrilla ha desistido de su propuesta de Asamblea Constituyente y acogido el Plebiscito; no le hagan daño a lo que con tanto esfuerzo hemos construido”. La segunda, presentar en sociedad la parte atractiva del paquete que se está terminando de negociar -el fin de la actividad bélica- dejando para después la divulgación plena de los costos institucionales que nos esperan. Es lo mismo que cuando uno financia a crédito la fiesta de matrimonio de la hija. La alegría decae o se esfuma cuando llegan las facturas...

Por supuesto, hay batracios que tocará deglutir. Veamos algunos: la posibilidad de que cuando vayamos a las urnas todavía la guerrilla, así se haya concentrado, tenga todavía armas en su poder. Lo importante en tal hipótesis es que no se tolere el “proselitismo armado”, como ocurrió no hace mucho en la Guajira. Más pronto que tarde será claro que, durante la etapa de concentración, la manutención, alojamiento y salud de los guerrilleros correrá por cuenta nuestra, lo cual implica aceptar que las Farc, el mayor cartel de cocaína del mundo, están quebradas.  Sorprenderá, por último, verlas militando en el campo de los “buenos”, contra los otros actores armados ilegales.  

Cerrado el capítulo relativo al cese al fuego, el evento siguiente, que tendrá lugar en un par de semanas, es el pronunciamiento de la Corte Constitucional. El pronóstico generalizado es que el Plebiscito pasará el escrutinio judicial pero que “dejará pelos en el alambrado”, si me entienden el arcaísmo.

Lo que importa es que la Corte emita mandatos perentorios para garantizar equidad en la competencia. Los plebiscitos, aquí y en el resto del mundo, aunque son potentes mecanismos para suscitar la participación popular, pueden prestarse para que los gobiernos, que son quienes los promueven, abusen de sus poderes. Una modalidad singularmente perniciosa de abuso consiste en la adopción de discursos maniqueos: guerra o paz, por ejemplo. Otra, la de infundir miedo a la ciudadanía con mensajes del tipo “niño tómate la sopa que si no viene el diablo y te jala los pies”.  

La ley ordena que el Consejo Nacional Electoral garantice “la participación en condiciones de igualdad, equidad, proporcionalidad e imparcialidad, de la campaña por el si´ o por el no, para lo cual regulara´ el acceso a los medios de comunicación y demás disposiciones necesarias”. Esto es indispensable pero no es suficiente. Lamentablemente, el origen político de ese organismo permite poner en duda su imparcialidad. Además, nada puede hacer para evitar que las autoridades se extralimiten, a veces de manera sutil, en el ejercicio de sus poderes. Cierto es, de otro lado, que la Procuraduría General es la entidad llamada a garantizar el juego limpio, pero su beligerancia en contra del proceso de paz le resta autoridad moral cuando más se requiere de su acción preventiva o correctiva.

Estas falencias en la institucionalidad estatal me llevan a proponer la creación de un tribunal de honor de altísimo nivel que vele por la limpieza del debate político al que vamos a entrar, el cual estaría integrado por unas cuantas personalidades que, desde la cumbre de sus años y cargados de méritos, bien podrían servirle a Colombia en un momento trascendental. A título de mero ejemplo menciono a Belisario Betancur, Jorge Cárdenas Gutiérrez y José Alejo Cortés.