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Danzas y contradanzas

Mediante la expresión de dos determinaciones, formalmente unilaterales pero concurrentes y casi simultáneas, se intenta preservar la apariencia de que no hay una tregua bilateral.

Semana.Com
21 de julio de 2015

Luego de la serie de actos terroristas realizados por las FARC en semanas recientes, al parecer hemos retornado al punto en el que nos hallábamos cuando estas, al romper la tregua que habían decretado, dieron de baja un numeroso grupo de soldados. La retaliación estatal fue inmediata y severa, como lo han sido las réplicas guerrilleras que, en buena parte, soporta la población civil ajena a la confrontación, razón de por sí suficiente para calificarlas como “crímenes de guerra”.

Lo son, en efecto, según el Estatuto de Roma, mediante el cual fue creada la Corte Penal Internacional, que cataloga como tales los ataques “contra la población civil en cuanto tal o contra civiles que no participen directamente en las hostilidades; (...) o “contra objetos civiles, es decir, objetos que no son objetivos militares”. Aquí encajan, sin duda, los daños a la infraestructura energética y los derrames de crudo. Advertirlo es relevante en la medida en que estos delitos caen bajo la competencia de la CPI, si la Justicia interna, así sea aplicando reglas transicionales, no actúa. Graves precedentes estos que acotan los grados de maniobra en La Habana.

Dicho esto, es evidente que no hemos meramente regresado a esa situación de relativa tranquilidad. Ahora, como antes, la tregua en teoría es unilateral, pero en un comunicado conjunto, las partes nos informan “que el gobierno nacional a partir del 20 de julio pondrá en marcha un proceso de desescalamiento de las acciones militares, en correspondencia con la suspensión de acciones ofensivas por parte de las FARC-EP”. Así las cosas, mediante la expresión de dos determinaciones, formalmente unilaterales pero concurrentes y casi simultáneas, se intenta preservar la apariencia de que no hay una tregua bilateral.

Lamentablemente, las causas que dieron al traste con la penúltima tregua se podrían repetir: el Ejército puede volver a estar cerca, aun sin proponérselo, de un laboratorio de cocaína o de un cargamento en tránsito y, por ese motivo, ocurrir un enfrentamiento. Se pueden presentar actos violentos protagonizados por grupos disidentes o por el ELN, para el cual un acuerdo del Gobierno con las FARC lo colocaría en una situación militar compleja. Nada de esto sería fácil de asimilar por una opinión pública incrédula.

Al margen de la posición que se tenga sobre la conveniencia del proceso o sobre los acuerdos ya logrados –quien aquí escribe no comparte la creación de la “Comisión de la Verdad”-, lo normal es que no se llegue súbitamente al fin de una confrontación armada (Japón sólo se rindió en 1945 luego de apocalipsis de dos bombas atómicas). Se suele dar, pues, un período, más o menos largo, de reducción de la intensidad de las acciones bélicas, es decir, un “desescalamiento”.

El presidente, que mide con cautela la temperatura del agua, por ahora habla de cambios de lenguaje. No llamar a los guerrilleros, como lo hizo hace poco el Ministro de Defensa, en la mejor tradición de su antecesor, “sicarios y terroristas”, sino, apenas “alzados en armas” estaría bien si ayuda a crear un clima propicio para la negociación en su difícil fase definitiva.

El cambio, sin embargo, va más allá del lenguaje. Implica que mientras las FARC cumplan su promesa, el Estado refrenará -de maneras que, por supuesto, no se indican- el rigor de las operaciones militares. Esta forma de actuar ya se había practicado en el actual proceso de paz, tanto como en los precedentes, pero ahora se reconoce explícitamente.

Hay, además, otros cambios en relación con la fallida tregua precedente, contenidos en el comunicado conjunto del 25 de julio: abandonar la negociación en ciclos para hacerlo de corrido, y vincular a la comunidad internacional en la negociación del “Cese el Fuego y de Hostilidades Bilateral y Definitivo y Dejación de Armas, incluido el sistema de monitoreo y verificación”. Estas medidas responden al clamor ciudadano por resultados tangibles en el corto plazo. Por último, se ha acordado realizar una “primera evaluación” al cabo de cuatro meses, para ver cómo van las cosas, lo cual ciertamente no significa que si transcurrido ese lapso no se ha llegado a un acuerdo el proceso no pueda continuar (Aunque quién sabe si logre sobrevivir).

Rayos y centellas le han caído al Gobierno por una tregua que sólo en apariencia es unilateral. El argumento preponderante es constitucional, o sea que se plantea desde la óptica de lo que las FARC denominan “maleza jurídica” (Si persisten en negar el Estado de Derecho no debería haber acuerdo). La glosa consiste en que al proceder de esa manera el presidente estaría violando su primordial obligación de velar por el orden público y de restablecerlo donde fuere turbado.

Creo, por el contrario, que la acción presidencial es correcta desde esa perspectiva. Se da en el contexto de la búsqueda de la paz, de la cual dice la Carta que es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Además, siempre se ha reconocido que, en lo relativo a la política de seguridad, el presidente goza de amplia discrecionalidad, aunque no pueda pactar zonas de despeje o tolerar que a las autoridades de la República se les impida cumplir sus funciones.

En suma: el Gobierno ha comprado tiempo para intentar resolver los arduos escollos pendientes, tales como justicia transicional, reparación de víctimas, fin del conflicto y refrendación. Todo lo cual puede ser más complejo que lo ya negociado en los casi tres años que llevamos...

jbotero@fasecolda.com

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