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Cambios estructurales

Inmersos en la vida cotidiana, a veces no advertimos el carácter histórico de ciertos episodios.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
2 de febrero de 2017

La llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos constituye un evento de enorme trascendencia. Si pudiere cumplir sus ambiciosos designios, el orden planetario surgido al final de la II Guerra Mundial, alterado, en los últimos 20 años de la pasada centuria por el colapso de la Unión Soviética y la insurgencia de China como potencia de primer orden, se puede transformar de manera profunda, probablemente para mal de la humanidad. Bajo el lema “América Primero”, se gesta un repliegue de Estados Unidos hacia sí mismo, lo cual implicaría que su condición de líder hegemónico que ostenta desde finales del siglo XIX se iría diluyendo.

Lo mismo se puede decir sobre la naturaleza estructural del proceso de paz que se adelanta con las FARC. Por supuesto, podría fracasar, como cualquier otro curso de acción, pero, por lo que ha venido ocurriendo, se puede pronosticar que la concentración de las tropas de este grupo armado, su desarme completo (o casi: habrá disidentes) y la posterior desmovilización de sus integrantes (un buen número de los cuales tendrá que rendir cuentas a la justicia) serán hechos cumplidos hacia mediados del año.

En este espacio se han discutido los elevados costos institucionales que estamos pagando por esta paz parcial. Sin embargo, se debe reconocer que nunca habíamos intentado desmantelar un grupo ilegal de más de 6.000 integrantes, cuyos efectivos están ubicados en distintas y remotas partes del territorio; es igualmente novedoso que ese proceso se adelante en virtud de un acuerdo escrito con rigurosa técnica militar, cuya supervisión, en última instancia, corresponde a Naciones Unidas.

Para ponerlo en un contexto histórico, recordemos que durante el siglo XIX tuvimos una revolución triunfante, la de 1860, comandada por Tomás Cipriano de Mosquera contra el gobierno del presidente Mariano Ospina Rodríguez. Las demás, incluida la muy sangrienta de los mil días, terminaron con la derrota de los rebeldes, la entrega de las armas y su desmovilización “con una mano adelante y la otra atrás”. A mediados de la pasada centuria, los gobiernos de Rojas Pinilla y Alberto Lleras, en su segundo mandato, lograron importantes desmovilizaciones de grupos guerrilleros; para estos fines el instrumento utilizado fueron las amnistías concedidas a los “bandoleros”. Algunos componentes de apertura política y de beneficios para facilitar la reinserción de los rebeldes fueron empleados por los presidentes Barco y Gaviria. No hay duda, pues, de que la estrategia de paz adelantada por el presidente Santos, que comporta radicales cambios en la configuración del Estado, carece de antecedentes en Colombia. Los tiene en otras latitudes, aunque para poner fin a guerras civiles en regla; tal no es la situación nuestra, como se afirma con inadmisible ligereza.

¿Cumplirán las FARC los compromisos asumidos? Es lo que han venido haciendo; el pronóstico de que continuarán en esa tónica se basa en factores de tipo objetivo:  negociar un acuerdo para ellos inmejorable. El balance militar, desde antes de iniciar el proceso, les era adverso y así pudieron corroborarlo con motivo de los operativos en los que fueron abatidos algunos de sus principales comandantes. El fracaso de la revolución chavista les hizo ver que Venezuela ya no era un refugio seguro. Por último, concluyeron que las posibilidades de éxito en la arena civil son reales, como sucedió, por ejemplo, en Uruguay y Brasil, y ha sido la experiencia en Colombia para los antiguos militantes del M-19.

Algo podemos avizorar sobre el tipo de políticas que adelantarán ya convertidas en actores políticos legales. Es posible que mantengan el discurso moderado que hoy despliegan y que su programa político, si bien será de izquierda, contenga elementos suficientes para atraer sectores urbanos que se asustan con propuestas de inspiración comunista.

Es así mismo probable que se apalanquen en el “modelo comunitario” de desarrollo rural previsto en el Acuerdo Final para impulsar una política anticapitalista basada en un proteccionismo radical, la explotación del mercado interno, el minifundio y una plétora de subsidios; en suma: lo que hemos intentado durante tantos años con pobres resultados. Para estos fines los paros de campesinos y camioneros, que tanto daño hacen al país, podrían ser herramientas de singular eficacia gracias a la exaltación del derecho a la protesta contenida en el Acuerdo Final.  

En el corto plazo los retos logísticos del proceso que conduce a la desmovilización son significativos, pero, quiero creerlo, solubles. Resulta sí apremiante la entrega de los menores de edad que todavía se encuentran en las filas guerrilleras. Las consecuencias políticas y penales de no hacerlo de inmediato serían de extrema gravedad.

En el momento actual mucho preocupa la preservación de la vida de los guerrilleros que ya se hallan bajo la protección del Estado, tanto como la de los líderes sociales en zonas remotas, un colectivo expuesto a graves riesgos: de hecho, los están matando. La tesis facilista según la cual esos crímenes son responsabilidad de los “paramilitares”; es decir, en el fondo, de delincuentes vinculados o cercanos a la fuerza pública, no puede ser cierta en términos institucionales: la confianza que las FARC han prodigado a los altos oficiales que participaron en las negociaciones de La Habana es un poderoso indicio, entre otros muchos, de que ese nexo (institucional, repito) no existe.

Aun sin acceso a información detallada, hay motivos para pensar que estos delitos obedecen a múltiples causas: ajustes de cuentas entre militantes y disidentes, control de territorios que las FARC abandonan, recomposición del portafolio de negocios ilegales, defensa de tierras mal habidas, etc. El reto para las autoridades es colosal. Colombia no puede permitir que se repita la historia de la Unión Patriótica.

 

 

 

 

 

 

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