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Autosuicidio

Quizá no sea mucho pedirles a los congresistas que no incurran en lo que un célebre intelectual venezolano así denomina.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
27 de enero de 2017

Como se trata de grave sindicación, es preciso citar la porción pertinente de la reforma a la Carta Política propuesta por el Gobierno:

“Las instituciones y autoridades del Estado tienen la obligación de cumplir de buena fe lo establecido en el Acuerdo Final. En consecuencia, las actuaciones de todos los órganos y autoridades del Estado, los desarrollos normativos del Acuerdo Final y su interpretación y aplicación deberán guardar coherencia e integralidad con lo acordado, preservando los contenidos, los compromisos, el espíritu y los principios del Acuerdo Final”.

La nuez del asunto se encuentra en la primera frase; la segunda es un mero corolario. Si esa obligación de acatamiento gravita sobre todos los órganos del Estado es porque el texto firmado entre el Gobierno y la guerrilla debe hacer parte, de manera integral o “en bloque” del ordenamiento jurídico nacional. Sólo es necesario “cumplir” aquello que es obligatorio.

Siendo claro el objetivo de incorporar el Acuerdo al sistema normativo, como este se halla compuesto por reglas de diferentes categorías, hay que preguntar cuál sería su nivel de inserción. No está dicho de modo expreso, pero la respuesta es obvia: el Acuerdo Final (AF) haría parte de la Constitución misma; sólo bajo ese supuesto se entiende que subordine todas las autoridades de la República, incluidas las que la propia Constitución regula.

Fijados los alcances del acto legislativo, es preciso recordar dos cosas: la primera, que evitar la realización de ese propósito fue una de las principales aspiraciones de los partidos y movimientos que triunfaron en las urnas. La fórmula adoptada que se ha transcrito es distinta, pero idéntica, en su contenido normativo, a la que fue rechazada por los ciudadanos. Ella consistía en afirmar que el Acuerdo con las FARC es un acuerdo humanitario conforme al derecho internacional y que en virtud del llamado “bloque constitucional” pasaría a ser parte de él. Sean cuales fueren las razones y mecanismos, la pretensión es la misma: el ingreso pleno, total e incondicional del acuerdo a la Constitución.

Y la segunda, que el Gobierno se comprometió, en el proceso de conversaciones con la oposición que se abrió después del plebiscito, a evitar lo que ahora procura. Este probablemente será un tema álgido en la campaña presidencial que se avecina.

Vamos a suponer, sin embargo, que el Congreso adopta la propuesta que tenemos en frente. En tal caso, uno se pregunta para qué serviría el proceso de implementación que ya ha comenzado con la Ley de Amnistía. En realidad, parece un ejercicio redundante que se ocupe de un conjunto de materias, que el AF regula con alto grado de minucia, sólo para constatar que como este ya es parte de la Carta, no le queda alternativa distinta a realizar un ejercicio de “copy and paste”; si se pusiere “creativo” violaría el Acuerdo o, lo que es lo mismo, la Constitución.

Imagino la réplica: “Puede haber materias sobre las cuales quepan ajustes y, en todo caso, en otras puede ser indispensable un ejercicio de reglamentación”. Correcto. Sólo que esos cambios tendrían que ser avalados por el Gobierno y, en última instancia, por las FARC, lo cual pondría de presente la notable pérdida de autonomía del Congreso. Y si se tratase de que se ocupe de reglamentar el Acuerdo, se haría evidente la inversión de los roles del Parlamento y el Gobierno. En la “moribunda” Constitución vigente, es aquel quien expide las leyes, mientras que este, ejerciendo una función derivada o subalterna, las reglamenta.

Es comprensible que, por razones políticas, se pretenda “amarrar” al Congreso a pesar de que en la sentencia relativa a la convocatoria del Plebiscito, la Corte Constitucional dijo exactamente lo contrario: “(...) la decisión adoptada por el pueblo es vinculante exclusivamente para el gobernante. Esto en razón de que extender la obligatoriedad del plebiscito a los demás poderes públicos atentaría contra la división de poderes y el sistema de frenos y contrapesos, en tanto permitiría que el presidente, basado en la ascendencia del pronunciamiento popular, podría llegar a desconocer o inhibir las competencias de las demás ramas del poder público”.

No hay duda, entonces, de que aun si hubiere triunfado el plebiscito, el Congreso habría conservado la plenitud de sus potestades. Por tanto, resulta extraño que el Gobierno le solicite renunciar a competencias suyas incuestionables pasando por alto que el voto popular le fue adverso. Acceder a esa pretensión sería un “autosuicidio”; una absurda renuncia al mandato que los ciudadanos les hemos otorgado. Los elegimos para que deliberen y decidan, no para que se limiten a asentir con docilidad.

Esa abdicación sería grave incluso si aceptamos que el contrato realizado con las FARC es “el mejor del mundo”, un resultado maravilloso habida cuenta de que el anterior firmado en Cartagena también lo era. Lo es por el precedente que configura. En el fondo, el AF es un programa de acción política que comparten el Gobierno y las FARC. Si su constitucionalización es posible, también lo sería el de cualquier candidato populista, de derecha o de izquierda, que habiendo triunfado en los comicios cuente con las mayorías en el Congreso. La elección de Trump demuestra que las peores pesadillas son posibles. En las elecciones del año entrante seguramente tendremos aguerridos exponentes del chavismo y del fundamentalismo religioso. No quisiera ver el programa de ninguno de ellos en la Constitución.

Si acaso algún miembro del Congreso leyere estas observaciones, le pediría que aplique aquel paradigma según el cual “el tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su concurso”; que se percate de que preservar las instituciones es un objetivo tan loable como protocolizar el fin del enfrentamiento armado con un grupo guerrillero y que agudizar la extrema polarización que padecemos le hace daño a Colombia.