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Revolcón en la justicia

El marginamiento pleno de las normas e instituciones vigentes es uno de las características del modelo de justicia que las FARC y el Gobierno plantean.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
8 de septiembre de 2016

Al abordar el análisis de los compromisos asumidos, hay que tener en cuenta que el triunfo del plebiscito significaría que, en bloque, -por cuanto así se votará- una mayoría de los electores comparte el Acuerdo Final. Pero eso no significa que el Congreso, y menos aún la Corte Constitucional, estén obligados a acoger las numerosas reformas que serían necesarias para convertir en normas unos compromisos políticos que solo vinculan al Gobierno actual. Bien puede suceder que se acojan unas propuestas, quizás con modificaciones importantes, y se rechacen otras, en especial para hacer prevalecer la Carta Política frente estipulaciones que difícilmente pueden asumirse sin violarla.

Efectuada esta salvedad, cabe destacar, como aspecto positivo de los compromisos adquiridos, que la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) que se plantea constituye un sistema integral de justicia para juzgar a quienes como rebeldes contra el Estado, funcionarios de éste, tanto civiles como integrantes de sus cuerpos armados, y actores civiles, hayan cometido alguno de los delitos propios o conexos con el conflicto armado. No hay, me parece obvio, un intercambio de impunidades. Es cierto y encomiable que los crímenes de guerra, lesa humanidad y otros delitos graves previstos en el Tratado de Roma no sean susceptibles de amnistías e indultos para nadie.

Creo también adecuada la fórmula de imponer penas “restrictivas” de la libertad, que se aplicarían, bajo ciertas condiciones, a los responsables de crímenes atroces; nadie negocia la paz para irse a la cárcel si no ha sido derrotado. Por último, no cabe alternativa a la de considerar como delito conexo al de rebelión el secuestro y el comercio de drogas prohibidas. De lo contrario, la negociación habría resultado imposible.

Los motivos de glosa son, entonces, otros. Van los más protuberantes.

La JEP ha sido diseñada haciendo tabula rasa de la Constitución y las leyes de Colombia. La intención de las partes consiste en que las fuentes jurídicas aplicables sean el propio Acuerdo y las normas internacionales pertinentes, como si el derecho nacional no existiera o careciera de toda jerarquía moral o técnica. Por ejemplo, en contra de la Constitución, que asigna la definición de las normas que desarrollan el debido proceso al Congreso, la JEP definirá sus propias reglas. Será, pues, legislador y juez al propio tiempo, simbiosis inaceptable como lo ha señalado el Fiscal Martínez Neira.

Igualmente, con meridiana claridad se establece que todas las autoridades judiciales existentes, de la Corte Suprema hacia abajo, serán sustituidas por la JEP, al igual que la Fiscalía General, los cuerpos auxiliares de esta, la Procuraduría, la Contraloría y el Consejo de la Judicatura. Este desmantelamiento del aparato judicial, también preocupa, con razón, al Fiscal General.

¿Cómo pudo ocurrir esta revolución copernicana, carente de antecedentes en nuestro país? La respuesta tiene que ver con dos trascendentales decisiones tomadas por el Gobierno al comenzar las negociaciones con las FARC.

La primera, admitir una discutible teoría de la contraparte: Colombia ha vivido una guerra de más de cincuenta años cuyos antagonistas son el Estado y ese movimiento subversivo. Se pasó por alto que las guerrillas comunistas que proliferaron en América Latina con motivo del triunfo de la revolución cubana se extinguieron al fin de la Guerra Fría. Las FARC pudieron sobrevivir convirtiéndose en un emporio cocalero, razón por la cual puede afirmarse que la guerrilla fundada en Marquetalia dejó de existir en algún momento a mediados de los ochenta, así sus comandantes siguieran siendo los mismos. Haber ignorado esta realidad histórica, le dio una enorme legitimidad a una guerrilla que se encontraba en su peor situación política y militar.

La segunda decisión que vale la pena comentar consistió en iniciar la fase pública de las conversaciones en Oslo, sede mundial de las negociaciones de paz para la terminación de guerras internacionales, y de contiendas civiles a las que también pueda catalogarse como guerras. Es decir, aquellas que encuadran a la población en dos bandos conmensurables, cada uno dotado de un poder militar suficiente para mantener control de segmentos importantes del territorio en disputa. Angola, Viet Nam, El Salvador, son ejemplos de esta situación en la que Colombia no encaja.

Estas importantes concesiones, cuya justificación no conocemos, nos colocaron, por propia decisión, en un estatus muy parecido al de un Estado fallido. Resulta lógico, por lo tanto, que las FARC hayan sostenido que el derecho patrio, por ser derecho del enemigo, no es idóneo para regular la paz. La lectura del texto final demuestra que, al menos en la adopción de las normas de la justicia transicional, tuvieron éxito.

Está estipulado que la JEP “es una jurisdicción especial que ejerce funciones judiciales de manera autónoma y preferente”. Esta condición de preferencia consiste, como ya se dijo, en que desplaza a todos los tribunales y jueces de la república en las materias penales, administrativas y disciplinarias en relación con el conflicto. Su autonomía excluye la posibilidad de que sus sentencias puedan ser revisadas por la justicia constitucional mediante acciones de tutela. “En el evento en que las sentencias de las secciones vulneren derechos fundamentales de una víctima con interés directo y legítimo, esta podrá solicitar protección mediante la presentación de recurso ante la Sección de Apelaciones, el cual deberá ser resuelto en 10 días”.

En virtud de esta estipulación, la JEP se coloca al margen y por encima del sistema que la Carta contempla para la protección de los derechos fundamentales. Como esta conclusión difícilmente podrá sostenerse, por la vía de tutelas podríamos acabar en un mundo Kafkiano: todas o buena parte de las sentencias de la JEP serían disputadas en la justicia ordinaria, la misma que “las partes” quisieron relegar a las tinieblas exteriores.

La JEP se ocupará de dirimir las responsabilidades que correspondan “con ocasión, por causa y en relación directa o indirecta con el conflicto armado”. Hay aquí tela para cortar. No está definido, para fines del deslinde de competencias entre la nueva jurisdicción y la ordinaria, cuándo comenzó el conflicto. Esto sería grave si, como es lo usual, los casos de conflicto entre distintos sectores de la justicia tuvieren que ser dirimidos por una instancia judicial superior. Sin embargo, lo que se ha estipulado es que la nueva justicia tenga sobre la antigua preponderancia plena, y que, por lo tanto, la puede desplazar cuando a bien lo tenga. Además, la JEP, así se nos diga que es transitoria, tendrá vocación de perpetuidad; un solo caso sería suficiente para que pueda funcionar o se reconstituya si ha entrado en hibernación.

Otro golpe de tijera nos lleva a conjeturar sobre el alcance de las vagas expresiones sobre la imputabilidad penal del Acuerdo, tan diferentes de las que usa el arcaico derecho penal liberal que, aún, nos rige. Quizás ellas apunten a abrir un canal para conceder un tratamiento indulgente a los militares y policías condenados por “falsos positivos”. Ciertamente, esos crímenes no pueden ser calificados como propios del conflicto, aunque tal vez quepa afirmar que tienen un nexo lejano o circunstancial con este. Human Rights Watch ya se pilló esta sutileza.

Y, de otro lado, a castigar las conductas de financiación o colaboración con actores armados que deben ser punibles cuando no sean producto de actos de coacción. Este es el problema que preocupa a unos empresarios, en especial a los que figuran en listas de incierto origen. En este punto a nuestro equipo negociador le metieron un gol: con meridiana claridad el “articulito” califica esos actos como delictivos cuando se realicen en beneficio de “grupos paramilitares”, aunque no de la guerrilla. Para explicarle esta asimetría a mi nieto tendré que decirle que unos antiguos malos, las FARC, que ahora son buenos, se han unido con nosotros, que siempre hemos sido buenos, para perseguir a otros malos llamados “paramilitares”, y a sus amigos empresarios.

O mejor dos goles: las sentencias previas se respetarán si fueron condenatorias, no si absolvieron al imputado, lo que en el fondo implica que cuando los jueces absuelven, en la vieja justicia, es porque fueron comprados. Una afrenta para nuestros jueces.

En un ejercicio de fina diplomacia, el Gobierno logró que, superando las dudas que había hecho públicas, la Fiscal de la Corte Penal Internacional respalde el acuerdo con las FARC. Le ha parecido bien que, a pesar de que cuando la CPI deba imponer penas ellas tengan que ser de “reclusión”, los países miembros puedan adjudicar otras menores por exactamente los mismos delitos.

Es preciso recordar que la competencia de esa Corte se abre cuando la justicia de un determinado país falla en la persecución efectiva de crímenes internacionales. Por este motivo, no estamos en modo alguno inmunizados (de hecho, estamos bajo “observación”) contra intervenciones de esa Fiscalía. Si así ocurriere, pedirá la extradición de las personas imputadas que se hallen en el territorio nacional.

Digo esto por cuanto, en claro incumplimiento de las obligaciones internacionales de la república, el Acuerdo dispone que “No se podrá conceder la extradición ni tomar medidas de aseguramiento con fines de extradición respecto de hechos o conductas objeto de este Sistema, ocasionados u ocurridos durante el conflicto armado interno o con ocasión de este hasta la finalización del mismo...”. Por ahora, se trata de patear la pelota para adelante.

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