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Los guardianes del Acuerdo

Confío que dadas sus calidades académicas, los nuevos magistrados actúen con autonomía y solo sometidos a la Constitución.

Rafael Guarín, Rafael Guarín
13 de abril de 2017

El pasado 4 de abril el Presidente de la República presentó al Congreso dos ternas para la elección de magistrados de la Corte Constitucional. En su twiter informó que los “postulados están comprometidos con paz y responsabilidad fiscal” (Ver 1). Sin duda, hay nombres de juristas y académicos serios, ese no es el problema, el asunto es que fueron condicionados a ser guardianes del Acuerdo de La Habana, más que de la Constitución. En diciembre pasado ya había hecho elegir miembro de esa corte a uno de los asesores en la Mesa de Conversaciones con las FARC.

Lo que está en juego es muy importante. La Corte Constitucional no se ha pronunciado sobre el valor jurídico del Acuerdo de La Habana y si sobre éste prevalece la Constitución o nuestro ordenamiento en su conjunto está sometido a dicho Acuerdo. Para Santos y Timochenko el verdadero seguro jurídico – político de lo pactado no está en incorporar un artículo a la Constitución, ni en el cuento que se inventaron sobre el bloque de constitucionalidad o en la exótica especulación del “Acuerdo Especial”. No. El verdadero seguro está en capturar la Corte Constitucional y convertirla en la defensora del Acuerdo. No hay que ser ingenuos.

Esa Corte está concebida como un contrapeso al poder del Gobierno y del Congreso. Es el organismo más importante de nuestro marco normativo. El poder de los magistrados es de tal dimensión que la Constitución es lo que dice la Corte que es. Esa facultad de interpretar las normas constitucionales y guardar la supremacía e integridad de la Carta Política, si se ejerce con responsabilidad e independencia, es una garantía de la libertad y de los derechos humanos, en tanto es un límite a las autoridades.
Pero, si la Corte es un organismo que en vez de cumplir esa función se dedica a desarrollar una agenda política, a ser apéndice del gobierno o a poner por encima un Acuerdo entre un grupo ilegal y el Gobierno, denosta del estado de derecho y se reduce a un aparato institucional legitimador de cualquier cosa.

Por eso, Santos deja claro el tema desde el principio. Los postulados, más allá de sus calidades profesionales, asumieron un compromiso político impuesto por el Presidente, cuando su única obligación es la defensa de la Constitución. ¿Qué libertad tiene un magistrado “comprometido con la paz” para definir la constitucionalidad de cuestiones que la izquierda interesada, legal e ilegal, pública y mimetizada, así como el santismo, consideran la base de los Acuerdos? Esos magistrados comprometidos políticamente, ¿van a ratificar, por ejemplo, la sentencia que establece que para participar en política los victimarios deberán haber cumplido la pena previamente y satisfecho los derechos de las víctimas (Sentencia C 577 de 2014) ? O, como su compromiso es la paz, según dice el Presidente, ¿deberán entonces cambiar la sentencia para permitir la participación política automática y no ser calificados como obstáculos o enemigos de la paz y de los acuerdos?

Esto tiene graves implicaciones para el Estado democrático. Imaginen ustedes, solo por un momento, que la oposición se convierta en Gobierno en las elecciones de mayo de 2018 y que en las urnas las mayorías también lo hayan sido en el Congreso para los críticos del Acuerdo de La Habana. Además, supongan que el mandato popular es claro: se deben hacer ajustes substanciales a lo pactado, por ejemplo, para garantizar la reparación efectiva de las víctimas, una justicia transicional transparente, imparcial y garante de derechos o la prohibición de la participación política de responsables de crímenes atroces, sin que cumplan pena proporcional y adecuada a la gravedad de sus atrocidades. ¿Qué va a hacer la Corte? ¿Impedirá los cambios, no obstante, se cumplan las reglas de procedimiento y de mayorías? ¿Va a actuar como guardiana de la voluntad de Timochenko y de Santos, por encima de la misma Constitución?

El caso venezolano es el mejor ejemplo de a dónde se llega cuando se instrumentalizan las cortes para defender, no la Constitución, sino intereses de facciones políticas dominantes. La revolución chavista se tragó el conjunto de las instituciones y reemplazó el principio de separación e independencia de poderes, por la agenda revolucionaria. Formalmente, hay división de poderes, en el papel, en la práctica, solo la “revolución” importa. Las cortes terminan siendo aparatos de persecución política y defensores del orden establecido, disfrazado de defensa de la Constitución.

Es cierto que en Colombia no estamos lejos de ese escenario, pero estamos a tiempo de corregir y salvar la institucionalidad. A pesar de las gravísimas desviaciones del cumplimiento de la responsabilidad de la Corte, como avalar el desconocimiento de la voluntad popular del plebiscito del 2 de octubre, éstas son poca cosa frente a lo que puede hacer un tribunal por completo sometido, vuelvo e insisto, más al Acuerdo de La Habana que a la Constitución.

El Acuerdo Santos/Timochenko tiene un déficit de legitimidad enorme y su sostenibilidad no está asegurada. Una opción para superarlo es contar con una Corte independiente que garantice la primacía de la Carta de 1991, la justicia, los derechos de las víctimas y que no exista impunidad; así los recalcitrantes digan que es enemiga de la paz. Lo otro, señores, es un salto que puede llevar a un escenario de consecuencias institucionales impredecibles.

A pesar del “compromiso” que dice el Presidente asumieron con él los postulados (en este caso sí espero que sea una mentira más), confío que dadas sus calidades académicas, los nuevos magistrados actúen con autonomía y solo sometidos a la Constitución. Deberán demostrarlo al revisar la constitucionalidad del Acuerdo y dejando claro que el Acuerdo es el que se debe someter a la Constitución y no la Constitución al Acuerdo. Deben poner las cosas al derecho.

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