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La abyección no paga

En su conjunto, la economía mexicana se expande más lentamente que antes de que el TLC entrara en vigencia

Antonio Caballero
12 de abril de 2008

Abrumado por el hundimiento del Tratado de Libre Comercio en el Congreso norteamericano, el ministro de Comercio, Luis Guillermo Plata, clama: "Deben intervenir el Presidente, el Vicepresidente y el Canciller".

Tal vez no se ha percatado el doctor Plata de que el presidente Uribe, el vicepresidente Santos y el canciller Araújo no han hecho otra cosa que intervenir a brazo partido en lo del TLC. Con viajes, con súplicas, con tentativas de soborno: creyeron ganarse a Bill Clinton, el ex presidente casado con la candidata demócrata, con condecoraciones de 'Colombia es Pasión' y cantos de niños vallenatos; creyeron comprar al jefe de campaña de la candidata con un contrato de lobby. Puede decirse que en buena medida el TLC con Colombia se vino abajo en el Congreso como consecuencia de las intervenciones que el ministro Plata solicita. Más las de otros funcionarios o amigos de este gobierno, como son, por ejemplo: los que persiguen y asesinan sindicalistas: ese fenómeno innegable, aunque persistentemente negado, que la bancada Demócrata del Congreso norteamericano utilizó como pretexto para castigar al presidente republicano George Bush dinamitando el TLC.

Hablo de "pretexto" porque ese no fue el motivo verdadero: al partido demócrata norteamericano le tiene perfectamente sin cuidado la suerte de los sindicalistas de Colombia, o la de los de cualquier otro país del mundo. Salvo la de los propios. Muy particularmente en épocas electorales como la actual, porque los grandes sindicatos son uno de los puntales electorales del Partido Demócrata. Y a esos sindicatos norteamericanos sí los perjudican los tratados del corte del TLC con Colombia en la medida en que amplían al mundo en desarrollo con bajos salarios el ámbito de reclutamiento de trabajadores: por cada empleo barato que se genera en el exterior se pierde un empleo costoso en los Estados Unidos. Los TLC, que son beneficiosos para las grandes corporaciones industriales de los Estados Unidos, son en cambio dañinos para sus trabajadores. Casi tanto como para los del mundo en desarrollo. Pues no es cierto, como asegura un comunicado de la Casa de Nariño lamentando el entierro del tratado, que "cada día que pasa (sin entrar a aplicarlo) es una oportunidad perdida para los ciudadanos de ambos países". La oportunidad la pierden no "los ciudadanos", sino unos pocos ciudadanos de ambos países. Para la mayoría, tanto allá como aquí, el TLC es perjudicial.

Para comprobarlo basta con mirar lo que ha sucedido en México, donde el TLC (con Estados Unidos y Canadá) está en vigor desde hace ya catorce años. Es verdad que el comercio bi o trilateral ha aumentado: pero ese aumento sólo ha favorecido a un puñado de industrias exportadoras mexicanas, en su mayoría multinacionales norteamericanas instaladas en México que, al hacerlo, han eliminado empleo en su país de origen (de ahí la protesta de los sindicatos del partido demócrata). Las importaciones han aumentado más todavía, en particular las de alimentos subsidiados por el gobierno norteamericano, provocando la ruina creciente del campo mexicano, incapaz de competir en situación de desventaja. Esa ruina, en un rebote perverso, ha encarecido el precio de la comida, empezando por el del maíz de las tortillas. En el campo se han perdido dos millones de empleos, y la emigración ilegal a los Estados Unidos ha crecido en un 500 por ciento, a un ritmo de 300.000 trabajadores por año. En su conjunto, la economía mexicana se expande más lentamente que antes de que el TLC entrara en vigencia.

Así que es bueno que el TLC se haya caído. Quiero decir: es menos malo que si hubiera sido aprobado, convertido como estaba en un engendro de abyección por las intervenciones catastróficas del Presidente, el Vicepresidente y el Canciller. Es una buena lección para este gobierno, ministro de Comercio incluido: el sometimiento no siempre paga.

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