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La caída del muro

"Yo no fui" parece decir el alcalde mayor, usando su Canal Capital, en repetidas transmisiones.

Semana
2 de octubre de 2000

La política de Peñalosa por el espacio público ha tumbado un muro, el muro ha matado a dos personas que se oponían al derribamiento y ha herido a cinco policías (punto este que se considera a favor de la autoridad).

“Yo no fui” parece decir el alcalde mayor de Bogotá, usando su Canal Capital, en repetidas transmisiones, investido con su camisa azul. Sus manos suplicantes han lamentado el insuceso del muro asesino y ha hecho la perentoria afirmación de que el diálogo en un operativo de estos sólo es posible para dar explicaciones de la acción legal, en este caso, agrego yo, el día mismo del entierro de los ciudadanos aplastados y emparedados. Me pregunto qué haría como dialogante en el Caguán, donde se tolera cualquier clase de ilegalidades, aun criminales.

Pero fundamentalmente ha afirmado que él no fue, que se cumplía una orden de administración anterior y un pedido de un colegio vecino. Esto es, que la política de recuperar el espacio público, a la brava, no es suya, es de Bromberg, es de Mockus, es de alguna maestra del vecindario.

Lorenzo se ha desplazado en su tartala (que aún tiene plazo de revisión de gases) hasta el lugar de los hechos y se ha detenido ante el bien canalizado río Fucha, tan historiado. Ha imaginado ver la quinta de ‘La Milagrosa’, en sus riberas, verdadera casa de Nariño, la que éste llamaba “mi solo amor”, así como hospedaje del Libertador, en su último mes en Bogotá. Desechando la nostalgia, miro en detalle los escombros del muro derribado, el inmenso conjunto residencial de clase media, al fondo y, también, el gran espacio cercado por los copropietarios. No hay obras de la Alcaldía a la vista, ni se ven venir amenazantes y caprichosas ciclorrutas. Parece ser que el derrumbe de este muro de discordia no era urgente y sí, más que todo, un punto de honor entre la autoridad y sus súbditos rebeldes. Una ‘fucha’ sin mayor sentido en el bonito caño del Fucha.

El alcalde mayor de Bogotá, según Pacho Santos el mejor de toda su historia (la historia de Pacho es reciente), y para este servidor, uno de los más autoritarios (otro fue Jorge Eliécer, quien pretendió uniformar a los choferes de taxi). Ha tenido un desastroso cuarto de hora, cuando más prestigio requería su discutida obra de gobierno, que dizque piensa continuar un señor Riveros (¿Riveros?).

Peñalosa no lo hizo, como tampoco son suyas las grúas, los cepos y el trancón, que ya no es trancón sino bloqueo de vías esenciales. Nada de eso tiene que ver con el sonriente administrador del Distrito, afeitado a lo Yasser Arafat, a quien vemos mimando niños en las revistas que su despacho publica. El es incapaz de molestar a nadie, por el contrario, nos está defendiendo a todos el espacio público. Ni siquiera ha sido citado por el obsecuente Concejo, en cuya bancada morirá sin mayor ruido el crimen del Fucha.

Ni en las revueltas del 68 en Francia, pero ni siquiera en los paros y bloqueos que hacen con frecuencia los ciudadanos en Colombia, en intermitente rebeldía, se ha visto que pasen los tanques por encima de quienes interrumpen la vía. Pero aquí, y no por mero accidente, se derriba un muro, mediante poderosa arma mecánica, sobre inermes residentes de un conjunto habitacional, que posiblemente no tenían razón en su protesta.

Aplastados quedaron como aquel joven que se interpuso al paso de numerosos tanques en la plaza de Tiananmen, en Beijing, y que transmitió al mundo horrorizado la congoja y al mismo tiempo la admiración, por tan desproporcionada comparación entre la fragilidad de un ciudadano y el poder agresivo del Estado.

Lástima de Peñalosa, a cuya administración se le fue la mano en autoritarismo y ni porque destituya a su alcalde menor, que no lo ha hecho, ni porque se lleve a los patios a la máquina de la muerte (que debe ser distrital), quebrada contra los huesos de las víctimas, podrá borrar la imagen de la arbitrariedad que se apoya en términos legales (la ley, la ley).

No serán estos los únicos huesos sobre los cuales construye la administración distrital. En la calle 26 fueron desalojados cientos de muertos pobres y sus deudos corrieron con bolsas para reunir los humildes despojos de sus seres queridos, antes de que llegara la pala mecánica a revolver mezcla y hueso, como argamasa de construcción de una alameda, de un parque circular o de uno defunctual o como se le llame.

El muro de la infamia será recordado como perpetua memoria de un cierto progresismo salvaje. No se puede hacer nada en Bogotá sin pisar callos, dirán lo gélidos funcionarios capitalinos, mientras alzan infantes ajenos, pobres y desnutridos, ante las cámaras, en gesto de humanidad publicitada.

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