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LA CENICIENTA

30 de junio de 1997

Si en el túnel del tiempo pudiesemos viajar 50 años atrás, nos encontraríamos con un país más culto, hoy irreconocible. Volveríamos a una capital tranquila y pequeña con multitud de cafés donde se discutiría con agudeza sobre todo lo divino y lo humano. En las noches, nos sentaríamos a escuchar los debates del Congreso, que no sería el ámbito de los Heines Mogollón sino de los Leopardos y de grandes figuras liberales, cuyos discursos tendrían el mismo brillo, altura y buen corte de los del Presidente, un joven agudo y delgado de 39 años de edad llamado Alberto Lleras. Para distraer nuestros ocios, tendríamos un semanario llamado Sábado, cuyo tiraje de 100.000 ejemplares sería hoy inverosímil, si se tiene en cuenta que carecía de toda coquetería tipográfica, que no tenía páginas de farándula o deporte, sino largos textos muy bien escritos de política y literatura, y encendidos debates en torno a los jóvenes poetas piedracelistas.
"Bogotá c'est Paris", diría de aquella ciudad Jean Louis Barrault, aludiendo al nivel de cultura que encontraba en sus interlocutores. Algo similar escribirían André Maurois y Le Corvousier, y Louis Jouvet quedaría igualmente sorprendido viendo cómo un Teatro Colón, lleno desde la platea hasta el gallinero, seguía con humor las réplicas en francés de una pieza de Molière. Quienes asumían las notas culturales de los diarios se llamaban Hernando Téllez o Silvio Villegas, y un poeta como León de Greiff, con boina vasca y la ceniza de un cigarro en las solapas, estremecía a un auditorio y, detrás de ese auditorio, a todo el país, con su relato de Sergio Stepanski.
Si, ese era el país que teníamos. ¿Qué se hizo? Todo parece haber descendido dramáticamente de nivel. El Congreso, ya lo hemos dicho, es otro. La autoridad y respetabilidad de la institución presidencial, antes indiscutible, aparece hoy gravemente cuestionada dentro y fuera del país. Es Garzón y no Molière quien suscita risas. Sangre, farándula y deporte son el pan diario de noticieros y diarios. La buena poesía existe pero es clandestina, pues las casas que dicen promoverla se han convertido, según la frase de Fernando Vallejo, en basureros de poetas recientes, en cuyas canecas lo bueno se confunde o se pierde por falta de rigor selectivo. La farándula toma los espacios antes reservados al arte, el teatro y la literatura.
Este indudable empobrecimiento cultural del país tiene varios responsables. En primer lugar, la educación: aunque más extendida, ha perdido en todos los niveles calidad, exigencia académica y vocación humanística. Luego, la televisión: propaga y amplía una información de base, pero sus llorosos culebrones han desplazado al libro. Múltiples formas de la subcultura sustituyen a los antiguos patrones culturales franceses. Diarios y revistas se han modernizado notablemente, pero han enviado la cultura al desván de unas páginas menesterosas, dejando que la crítica de arte y de libros sea manejada con un rencoroso espíritu de costurero. Quien expone o publica está a merced del caballero o la dama que tiene esta rúbrica: de sus caprichos, resentimientos o simpatías del momento. Allí hay feudos escriturados. Y lo que es peor: directores y editores lo aceptan así, con la despreocupada tolerancia que conceden a sus caricaturistas.
Tal vez ello explique porqué nuestros valores universales -un García Márquez, un Botero, un Rafael Puyana, un Mutis- debieron realizar fuera de este mundo parroquial su obra. Este es el único país donde una buena señora ha llegado a escribir en un diario capitalino que Rafael Puyana toca un instrumento pasado de moda y que no es artista sino un simple intérprete. Después de esto, ¿qué podemos esperar los que quedamos en casa?
Desde luego, una crítica minusválida no afecta a quienes tienen mejores oportunidades de valoración en otras plazas. Pero, ¿qué ocurre con los jóvenes pintores, con los poetas y nuevos novelistas de talento a quienes se ignora porque no entran en ese reino de favores que se crea en torno de cada publicación? Por azar, y sólo por azar, descubre uno de pronto una excelente poeta antioqueña como Marga López, cuyo poema Damasco es una excelente muestra de la nueva poesía colombiana. O se encuentran antologías excelentes sobre las cuales nunca se escribe una línea. ¿Por qué se deja pasar en silencio la última novela de ese buen escritor que es Santiago Gamboa? ¿Cómo se explica que sean universidades de Francia e Italia las que se ocupen hoy de recuperar y valorar la obra de la narradora colombiana Marvel Moreno? ¿Por qué analistas literarias como Helena Araújo, Consuelo Posada, María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio de Negret, Blanca Inés Gómez o Pamela Flores deben refugiarse en el ámbito académico cuando podrían rescatar desde las páginas de un diario o una revista la rigurosa función crítica que está necesitando la literatura colombiana?
Si, a esa Cenicienta, por cierto, habrá que sacarla algún día de su cocina. La penuria cultural, que por una misteriosa razón acompaña al derrumbe de nuestro mundo político, auspicia la desorientación de una sociedad y determina la decadencia de un país. En medio de esa decadencia llegamos al final del siglo, sin darnos siquiera cuenta de lo que hemos perdido.

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