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LA CIUDAD DEL DESQUITE

Miami, por eso, es la victoria de los hispanos. La ciudad donde ganamos. El desquite de los latinos. Es la colonización al revés. Es el imperialismo ejercido a la inversa.

Semana
13 de agosto de 1990


Lo que nunca podrán negar los gringos, por mucho que les duela, es que Miami, esta ciudad pujante de hierro y cemento, joven y arrolladora, que ya no cabe dentro de sí misma, es obra de los emigrantes latinos.

Los viajeros de mejor memoria recuerdan que antiguamente esto era un pueblo lánguido, un peladero, al pie de unos pantanos mosquitientos, al que sólo llegaban en vacaciones los ancianos gringos a secarse al sol o, como hacen las iguanas, a desarrugarse la piel.

Es que son gente extraña los gringos: se matan trabajando toda la vida, como unas bestias, rompiéndose el espinazo, con un emparedado de queso envuelto en una servilleta, para poder ganarse una jubilación que les permita asolearse en Miami, cuando ya están tan viejos que no tienen nada de qué disfrutar. "Cuando ya pa' qué", como dice gráficamente mi mujer.

Miami no era más que eso: una antesala del cementerio, un mar de arrugas, una especie de escala técnica rumbo a ultratumba. Pero de repente, como en un acto de prestidigitación, esta ciudad se ha llenado de gente joven, de colorines, de un aire nuevo y fresco. Trepidan los taladros eléctricos. Crecen los árboles, la ciudad huele a nuevo y se sacude el polvo de los tiempos.

Ese cambio se debe a las riadas cubanas de exilio, que son unos trabajadores incomparables, y después vinieron los refugiados colombianos de Pereira a ganarse la vida, y los dominicanos pobres de San Pedro de Macorís, y los borinqueños guapachosos de Bayamón. La plata, quién lo duda, la pusieron esos turistas ricos que venían de Venezuela con su escándalo .

Miami, por eso, es la victoria de los hispanos. La ciudad donde ganamos. El desquite de los latinos. Es la colonización al revés. Es el imperialismo ejercido a la inversa. Es allí donde la víctima de la penetración cultural se convierte en victimario. Los que en sus países de origen se habían acostumbrado a comer un hot dog, ahora, en Miami, enseñan a las señoras de las colinas de Georgia a comer frijolitos negros. Una voltereta de la historia.

Lo que hace de Miami una ciudad apasionante es esta especie de nueva torre de babel en que se ha convertido. Encrucijada de caminos. Rutas que se atraviesan en la vida de la gente. Un señor pide un refresco de naranjas en castellano, una negra que barre y canturrea una canción triste en ese inglés de Alabama, un niño que llora en portugués, un cocinero chino que grita en cualquier dialecto cantonés .

Llega una señora gorda, pintarrajeada, y pide un café con leche en inglés. El mesero, un rumbero de la Habana que baila mientras sirve y le toma el pelo a la clientela, no le pone atención. La dama, con cierto aire de arrogancia, con la seguridad de quien está en su propia casa, insiste en que le sirvan.

-No entender -le dice el cubano-. No hablar inglés.

La señora, que va perdiendo la paciencia, le echa un discurso. "Aquí estamos en los Estados Unidos" le dice, en inglés. El camarero, que disfruta con la escena, sigue negándose con la cabeza. Yo, que sigo de cerca el episodio, trago el anzuelo. Me hago el colaborador.

-Lo que la señora quiere...-empiezo a decirle al mesero. El me interrumpe.

-No te preocupes, mi hermano -dice el hombre-. Yo sé lo que quiere la vieja. Pero aquí, el que no habla español se va para la mielda.

Esa es la venganza de los hispanos en Miami. Están imponiendo su ley. Se están desquitando. La pobre señora tiene que irse, renegando, a buscar desayuno en otra parte.

La primera vez que yo estuve en Miami, hace ya muchos años, aquello era una aldea grande y soleada. Los hotelitos, con las paredes desconchadas por el salitre y el abandono, tenían unas terrazas llenas de sillas metálicas. Por las tardes los viejitos, con cachuchas de cuadros y sandalias de cuero, se sentaban a tomar el fresco. Parecían ropa puesta a secar.

De eso ya no queda nada. El trabajo incansable de los hispanos, las oleadas de turistas, la hachuela del progreso arrasaron con esas bandadas de ancianos que en las esquinas se tomaban de la mano para cruzar la calle. Ahora lo que hay, en cambio, es una ciudad que parece una muchacha, acabada de lavar, pintada, que crece como si nunca fuera a detenerse.

El viento de Miami tiene el olor inconfundible del aire acondicionado. Las mañanas huelen a desayuno gringo, a huevo frito y papas picadas. Demasiada gente para mi gusto. Grandes grupos humanos andan por todas partes, marchando, de prisa, como si se les estuviera acabando el tiempo.

Esta es la ciudad donde se vengaron los latinos. Este es el laboratorio de la pujanza latina. Aquí se cambiaron los papeles...

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