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La clase dirigente

O María Emma engañó al Partido Liberal hace dos años, o nos está engañando a todos ahora, o no sabe lo que cree, o sólo cree lo que le conviene.

Semana
16 de octubre de 2000

Si cada cosa fuera como habría de ser…

El gobierno no exigiría la entrega del guerrillero prófugo que aterrizó en El Caguán. Exigiría la entrega de todos los guerrilleros prófugos que están en El Caguán.

El Presidente no seguiría ofreciendo el referendo. O piensa que el Congreso aprobaría las reformas, y entonces sobra el referendo. O piensa que no las aprobaría, y entonces sobra enviarle el texto del referendo.

El Ministro de Defensa no habría armado tal revuelo al decir que también entre los civiles hay cómplices de los paras. Habría armado revuelo al denunciar por su nombre a algunos de los civiles —y también de los militares— que les ayudan a los paras.

El Ministro de Hacienda no anunciaría cada dos años una reforma tributaria contra los grandes evasores, para acabar gravando más y más a los pequeños no evasores.

La autonomía universitaria no serviría para esconderse sino para pensar. El rector de la Nacional no sería un demagogo sino un intelectual. Y Enrique Gómez citaría a debates sobre la ciencia, no sobre los ‘jíbaros’.

El Canciller no andaría de plácemes porque la ayuda norteamericana implique aceptar la corresponsabilidad en la guerra contra la droga. Tendría bien claro que esa ‘ayuda’ es un gasto de la DEA en el extranjero y que ‘corresponsabilidad’ sería indemnizarnos por los muertos y los daños de la guerra.

El principal partido político tendría candidato al segundo cargo del Estado. Bogotá se ahorraría la farsa de una candidata ‘independiente’ y hasta los niños sabrían que una de cuatro: o María Emma engañó al Partido Liberal hace dos años, o nos está engañando a todos ahora, o no sabe qué es lo que cree, o sólo cree en lo que le conviene (y en ninguno de los casos califica para el puesto).

El presidente de la SAC habría condenado el paramilitarismo del modo más tajante. O la junta directiva habría exigido su renuncia. O la Fiscalía habría abierto investigación por posible apología del delito.

El jefe de la oposición no declararía que, pese a sus “muchos males”, acepta el Plan Colombia “porque es inevitable”. Todo lo contrario: concentraría su campaña presidencial en proponer que el Plan deje de aplicarse el 7 de agosto de 2002.

El alcalde de la ciudad supercongestionada no estaría reemplazando el carro por la bicicleta y el paseo peatonal, sino por vehículos de transporte masivo. No extendería el ‘pico y placa’ a partir de 2015. Y no hablaría mal en la inauguración de las obras, sino que las suspendería o las renegociaría al llegar al gobierno.

La Dirección Nacional Liberal no estaría armando una ‘constituyente’ donde los campeones del clientelismo y la corrupción se reunirían a hablar de ‘ideología’ y de ‘ética’ por cuenta del erario.

Ni los deudores ni los prestamistas estarían viviendo la comedia de la UVR. O el banco escogió una tasa de mercado, y entonces sobraba el fallo de la Corte. O escogió una tasa fuera del mercado, y entonces no hizo sino agravar el daño.

Son decisiones o actuaciones recientes de las personas que dirigen a Colombia. No hablo de Bell, de Lucio ni de García Romero. Tampoco de Marulanda o de Castaño. Hablo de los mejores o, en todo caso, de los que tienen más imagen pública.

Ni hablo de mala leche. Traigo algunos ejemplos (hay muchísimos otros) que corroboran la enorme confusión de la más mal que bien llamada ‘nuestra clase dirigente’.

Propongo incluso una hipótesis para explicar el despiste de los de arriba, que no parece ser ocasional, excepcional, consciente, ni voluntario. Es ‘estructural’ o ‘sistémico’, como dicen los sociólogos. Mi hipótesis es esta: una sociedad privatizada y rota como es la nuestra, no puede tener dirigentes públicos sino escaladores y contorsionistas que usan la retórica de lo público para acomodar las tremendas presiones particulares.

Y tal vez es por eso que las cosas no son como habrían de ser en Colombia.