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La corrupción de los mejores

Demasiados miembros de las élites locales y nacional se han corrompido. María Teresa Ronderos, editora general de SEMANA, se pregunta ¿por qué teniéndolo todo para hacer las cosas bien las han hecho tan mal?

Semana
5 de septiembre de 2004

En una escena de la apasionante serie de televisión estadounidense The West Wing, que recrea con gran realismo cómo se toman las decisiones en la Casa Blanca en Washington, el secretario general le revela con pesar al presidente que acaba de descubrir que su mejor amigo se había corrompido. Le cuenta cómo, cuando ambos habían combatido en la guerra, él había quedado malherido y su amigo lo había cuidado durante tres días, arriesgando su propia vida, para salvarlo. Ese joven héroe ahora de viejo trabajaba para una gran empresa de productos bélicos y había sobornado a un funcionario del ministerio de Defensa para obtener un contrato. "Los que sobrevivimos de esa guerra, dice el secretario llorando, teníamos la obligación de honrar el sacrificio de los caídos y llevar vidas honestas y servir al país". El presidente le contesta con un viejo adagio romano: "La corrupción de los mejores es la peor".

La reflexión viene como anillo al dedo para preguntarse por qué en este país se han corrompido tantos que han tenido todo para ser los mejores. Demasiados miembros de las élites regionales -y de la nacional- privilegiados por su posición social, su educación y sus recursos económicos han caído por el despeñadero de la corrupción. Se suponía que ellos, los sobrevivientes de nuestras varias guerras, tenían que llevar vidas honestas para honrar a los caídos. Se suponía que ellos, a quienes les han sobrado las oportunidades, debían aprovecharlas para servir al país.

Aunque no se justifica, se entiende que alguien con escasa educación y poco acceso a cargos bien remunerados o a capital para montar un negocio eche mano al dinero fácil de un soborno para mejorar su estatus o darles una mejor vida a sus hijos. Pero ¿por qué se tuercen quienes poseen todas las herramientas para acumular poder y dinero? ¿Cuál es la lógica de poner en riesgo toda la dignidad heredada para tener un apartamento en Miami, salir en las provincianas fotos sociales o sacar un poco más de barriga?

El entorno es crucial para que la corrupción se extienda. En un país como Colombia, donde se han masacrado viejos y niños, o donde se le pone precio a la vida y se trafican rehenes como cualquier mercancía, una mordida, un tráfico de influencias, un abuso de información privilegiada, una venta de un trasto inservible a precios millonarios al Estado parecen nada, una niñería.

También en momentos de condiciones extremas de un país se ha visto que el valor del dinero se distorsiona. Sea por la hiperinflación, por la guerra o por los trillones de dinero fácil que produce el delito organizado, es difícil apreciar su valor. Hacer negociados para ganar millones se vuelve entonces algo casi normal y cotidiano.

Donde hay demasiado poder concentrado, y éste es arbitrario, la tentación de saltarse las normas es muy grande. En Colombia, el reciente -y creciente-fenómeno de los señores de la guerra, con un poder armado casi sin rival en una región, ha sido tierra fértil para la corrupción. La alianza, cada vez más frecuente, de estos señores con algunas élites políticas locales está imponiendo unos gobiernos corruptos y tiranos. Como nadie se atreve a chistarles, deciden cómo se distribuyen los recursos de una localidad a su arbitrio. En un pueblo caribeño hace poco un jefe para le dio órdenes a un político local de cambiar la forma como había repartido los dineros del Plan Colombia para la sustitución de cultivos ilícitos. Muchos ciudadanos de bien no se atreven a denunciar los desmanes en ésta y otras regiones del país porque saben que detrás del poder político que los usufructúa hay un poder omnímodo armado que las protege.

Además, la corrupción florece en las tinieblas. Es un hongo que se esparce en la sombra, y entre menos se informe sobre ella, más se arraiga.

Es este ambiente enrarecido que tiene hoy el país el que ha terminado capturando a muchos de los mejores y más brillantes. Son personajillos cada vez más frecuentes de la vida nacional que bien vale la pena ponerlos bajo el microscopio para conocerlos. Son ambiciosos sin límites, su apetito de dinero y de poder es insaciable. Apenas consiguen que un alcalde les dé un servicio en concesión, con un contrato grotescamente favorable a ellos, ya están urdiendo cómo saquear ese nuevo negocio para volverle a dejar el hueso al Estado. Se adaptan con la facilidad de un camaleón. Su clientelismo voraz acabó con varias empresas (puertos, servicios públicos, licoreras, etc.) y cuando se ha intentado salvarlas privatizándolas, se han convertido en empresarios privados a velocidad de rayo, y se han ingeniado las fórmulas más creativas para seguir ganando en exceso mientras los contribuyentes siguen pagando la cuenta. (Una ciudad no se puede quedar sin vías de acceso o sin luz, y si se quiebra la empresa privada de servicios públicos son los contribuyentes quienes pagan el pato).

Pero este espécimen social que cunde hoy en Colombia -aparentemente tan hábil- es insospechadamente miope. Muy probablemente sus padres o abuelos, que se hicieron a pulso, le dejaron un legado prestigioso que le valió un prominente nombre en su comunidad. Quizás una empresa, una obra de ingeniería importante, un diario valeroso, un almacén innovador o una firma de comercio exitosa.

Ellos en cambio dejarán a sus hijos una pésima herencia. Ese apellido otrora digno lo volvieron sinónimo de serrucho y plata mal habida. Condenan a sus familias a seguir en la línea de los negociados o a vivir avergonzados.

Ellos mismos, los corruptos de buenas familias, viven atemorizados de que se conozcan públicamente sus entuertos. Hace unos meses hubo un amago de escándalo y un personajillo de estos creyó que se iban a destapar todas sus trampas y murió de angustia. De nada les valió la cruel lección a sus familiares que siguieron fabricando nuevas artimañas para desfalcar al Estado.

Los corruptos, sin embargo, reaccionan con gran agresividad a cualquier denuncia, la luz pública es para ellos como el ajo para los vampiros. En su corta visión creen que nadie sabe que se han robado una región y viven echándoles culpas a otros de manchar su nombre, cuando fueron ellos los que lo arrastraron por el fango hace rato.

Los cegatones tampoco parecen percatarse del legado de miseria que les dejan a sus comunidades. Tal es la ruina que han creado en algunos departamentos que ni siquiera pueden disfrutar de sus bienes mal habidos, pues nada funciona allí. Las carreteras que no se construyeron, los proyectos eléctricos que quedaron a medio hacer, los malos o insuficientes servicios de salud o educación y el mal ejemplo son su triste legado.

Queda la esperanza de que algún día, alguno de ellos vea más allá de sus narices, y aunque sea porque le preocupa la memoria que de él tenga la historia, dedique sus últimos años a dejar una obra de bien común en la que no haya un negociado de por medio. Estos líderes privilegiados tenían la obligación de hacer un país mejor, por eso como dijo el presidente de la serie de televisión, su corrupción es la peor.

* Editora general de SEMANA

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