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La cocina y el posconflicto

La cocina del posconflicto debería ser una política de Estado que desde las ciudades promueva el regreso al campo de jóvenes y familias desplazadas por el conflicto armado.

Margarita Pacheco M., Margarita Pacheco M.
10 de marzo de 2017

Ante la coyuntura política del país, los escándalos de la corrupción y la politiquería pre-presidencial, le di vueltas para abordar la celebración de ser mujer, mamá, hermana y abuela. Un denominador común ejercido por millones de mujeres de todas las edades y en todos los rincones de Colombia que nos une: La preparación de alimentos familiares en la cocina, acto que sigue siendo una tarea femenina en la gran mayoría de las culturas y desde mucho antes de la colonización española y de la catequización de la Iglesia en suelo americano.

La comida casera, ceremonia diaria en cada hogar, une a los miembros de la familia, invita al diálogo y a escuchar experiencias de unos y otros. Además, la mesa y el menú bien pensado son buenos pretextos para invitar amigos y amigas, compartir ideas, sabores, olores, pesares y comentar los problemas de actualidad. El goce de la comida, un acto de humanidad.

En tiempos de posconflicto, la cocina en las viviendas de la ciudad tiene un papel político: allí están cambiando las formas de participación en la culinaria, lo que evidencia una evolución en la división del trabajo casero entre los géneros. Las mujeres trabajadoras citadinas solicitan mayor injerencia de los hombres en la selección y la compra de productos del mercado, ordenar la despensa, escoger y combinar sabores y finalmente la preparación del menú familiar. El cocinar alimentos constituye un rito vital, único a nuestra especie y un derecho fundamental, que además alegra la convivencia.

Sin embargo, en el tipo de urbanización acelerada y expansiva de las grandes ciudades, el tiempo disponible que queda después de un día de trabajo y del cuidado de los hijos es un factor que está cambiando el papel de hombres y mujeres en la cocina. El cansancio y la falta de tiempo están generando otros ritos culinarios que afectan la salud familiar: los domicilios, las comidas enlatadas, congelados, gaseosas y paquetes de comida tiesa que se calienta en un microondas. El aparato eléctrico que cocina alimentos industriales en tiempo récord y anuncia "disfrute" y coma. Los niños y niñas urbanas adictas a la comida chatarra tienden a la diabetes y a la obesidad.

En los campos la situación de la cocina es otra. La nueva economía campesina que exige el posconflicto (punto uno del Acuerdo de la Habana: el Desarrollo Rural Integral) debería educar una nueva generación de comensales demandantes de productos locales, frescos, orgánicos, sanos. La cocina del posconflicto debería apoyar la política de sustitución de cultivos de uso ilícito, al facilitar la comercialización de alimentos que provengan de esas tierras liberadas del narcotráfico.

La cocina del posconflicto debería ser una política de Estado que desde las ciudades promueva el regreso al campo de jóvenes y familias desplazadas por el conflicto armado, asegurando la tenencia e incentivando la productividad de su tierra. La rápida formalización de las tierras tiene que ir de par con la desaparición de la vieja ley absurda de 1959 que promovió durante muchos años la colonización y la ocupación de baldíos “tumbando monte”.

La educación ambiental debería ser otro frente prioritario: incentivar a los jóvenes a quedarse en el campo, aprendiendo a conocer el potencial de los ecosistemas locales, de los productos del territorio y su uso en la alimentación balanceada. La cocina del posconflicto exige que las condiciones de vida en el campo sean más atractivas para la juventud. Existen reservas campesinas, una amplia gama de negocios verdes y sostenibles; de cooperativas de mujeres indígenas, afros, ganaderas, agricultoras, pescadoras, que están construyendo la paz territorial. La dieta alimentaria del posconflicto debería sacar el mejor provecho de la biodiversidad y del potencial de producción del agro tropical, tan diversificado en frutas, legumbres, granos, de todos los pisos térmicos. El privilegio de la ciudadanía de poder acceder a exquisiteces provenientes de distintos climas durante todo el año es único en el mundo. Para esto, se requiere una fuerte política de Estado que priorice y promueva vías terciarias para sacar los productos, el intercambio y el consumo de alimentos cultivados por millones de campesinas en las distintas despensas alimentarias del país.

La cocina del posconflicto debería ser un motor que revitalice las culturas locales y permita ser fuente de ingresos femeninos. En las ciudades se necesita también fortalecer el empleo con programas de agricultura urbana, con más los mercados campesinos, huertas caseras, cultivos hidropónicos en los techos, acceder a productos medicinales y comestibles de mingas y cultivos asociados de resguardos indígenas. Los alimentos cárnicos deberían ser certificados al provenir de fincas con ganadería sostenible, comprometidas con la conservación de fuentes de agua, la restauración de bosques y manejo del ganado en áreas cercadas poco extensivas. En cuanto al plato de pescado, hoy se requieren mecanismos de control para evitar el consumo de la pesca en ríos afectados por mercurio utilizado en la minería ilegal de oro. La pregunta final: ¿Quién en el Estado se encargará de las políticas para la cocina en el posconflicto?

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