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La democracia

Da igual cuál candidato gane, porque para ganar cada uno se esforzaba por ser igual al otro: el valentón de Bush, el muñecón Gore.

Antonio Caballero
11 de diciembre de 2000

Anuncian que sólo el 17 de noviembre, 15 días después de las elecciones presidenciales norteamericanas, se sabrá cuál de los candidatos las ganó. Hay recuentos de votos, hay denuncias de fraude. Y el que las gane en fin de cuentas, y recuentas, el demócrata Al Gore o el republicano George Bush, lo hará por pura chiripa: por un puñado de votos enviados por correo a un condado de uno de los estados menos importantes de la Unión. El que gane en Palm Beach, Florida, gana la presidencia de los Estados Unidos. Lo que hoy se llama democracia, que consiste en la mera aritmética electoral, es eso: una apuesta a cara o sello.

Da igual cuál de los candidatos gane, porque para ganar cada uno de los dos se esforzaba por ser exactamente igual al otro: el valentón de Bush, el muñecón de Gore. Así lo dijo el tercero en discordia, Ralph Nader, y casi nadie (sólo un 3 por ciento de los votantes) le hizo caso. Buscaban ambos el mismo electorado (esa mitad de ciudadanos norteamericanos que acuden a votar), y, siendo iguales, se lo repartieron por igual: la mitad exacta para cada cual.

Con lo cual, gobernarán los dos. Uno tras otro. Primero Bush, si es que gana los votos por correo; y Gore dentro de cuatro años, si ahora los pierde. O al revés. Hay precedentes en la historia electoral de los Estados Unidos, casi desde sus orígenes. En 1824 Andrew Jackson empató en votos con John Quincy Adams (hijo del ex presidente John Adams), y fue investido presidente por el Colegio Electoral; pero cuatro años más tarde Jackson ganó las elecciones. En 1888 las empató Grover Cleveland ante Benjamin Harrison, que resultó elegido; y cuatro años después las ganó Cleveland. En tiempos más recientes, en 1960, Richard Nixon las perdió por unos pocos miles de votos ante John Kennedy. El asesinato de éste provocó la inesperada victoria de Johnson, pero ocho años después volvió Nixon para ganarlas por dos veces consecutivas. El actual empate de Gore y Bush tal vez no nos informe todavía sobre cuál va a ser el próximo presidente de los Estados Unidos, pero sí nos dice cuál va a ser el siguiente: el otro.

Y nos hace saber, de pasada, que el próximo, sea Bush o sea Gore, va a tener complicada su tarea de gobierno. Porque, además de que no tendrá un Congreso favorable (tanto el Senado como la Cámara quedaron divididos por mitad entre demócratas de Gore y republicanos de Bush), estará siempre a la sombra de la acusación de fraude electoral que se hacen hoy mutuamente los dos partidos empatados.

Pero estas elecciones norteamericanas del 2000 enseñan también más cosas. La principal no es nueva, pero ahora resulta clamorosa: es que lo que se llama democracia es solamente plutocracia. No es “el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo” de que hablaba Abraham Lincoln, tal vez creyendo lo que decía. Sino el gobierno de los ricos, por los ricos, y para los ricos.

Así ha sido siempre, sí, desde que se inventó la cosa. Desde la democracia ateniense de ciudadanos propietarios de los tiempos de Pericles hasta la “empresa Colombia” sólo para accionistas de que habla Andrés Pastrana, pasando por la democracia censitaria de la Inglaterra poscromwelliana; y, claro, por la democracia para dueños de esclavos que establecieron en los Estados Unidos Washington, Jefferson, Madison, etc. Así ha sido siempre: sólo unos pocos, los ricos, mandan. Y lo otro, que consiste en que sólo mande uno, suele ser peor, aunque ese uno pretenda hacerlo en nombre de los pobres, o incluso en nombre de todos. Pero lo que desde hace tres o cuatro décadas está ocurriendo en la democracia norteamericana es todavía más contradictorio con el principio ‘popular’: es el gobierno de los muy ricos, para los muy ricos, por los muy ricos.

No es sólo que los candidatos sean multimillonarios: Bush y Gore lo son; y lo han sido también, con la excepción de Bill Clinton (que no lo era pero ya lo es) todos los presidentes de los Estados Unidos del último medio siglo; y, salvo dos o tres, todos los de la historia. Es además que para ser candidato es necesario ser, en primer lugar, multimillonario. Y no sólo para ser candidato a la presidencia, sino a cualquier cargo electivo. En estas elecciones de ahora se vieron dos casos especialmente llamativos. John Corzine, un corredor de bolsa, salió elegido senador por Nueva Jersey tras gastarse nada menos que 60 millones de dólares de su propio bolsillo en anuncios de televisión. Y Hillary Clinton ganó, también en el Senado, el escaño por Nueva York con una inversión de 30 millones de dólares. Recaudados, entres sus amigos ricos, por su abnegado marido: Bill Clinton, el actual presidente de los Estados Unidos.

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