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La doble moral

Los periodistas no podemos utilizar la solidaridad de cuerpo para minimizar y ocultar actos de corrupción cometidos por nuestros colegas

María Jimena Duzán
29 de noviembre de 2008

Si un político es cogido hablando con personajes del bajo mundo, automáticamente los medios lo ponemos bajo sospecha y exigimos de la autoridad competente la apertura de una investigación. Pero si un periodista decide suscribir un contrato laboral con un personaje de dudosa proveniencia, ¿resulta entonces que él es un ser humano al que hay que perdonarle sus desatinos? Pregunto: ¿no estaremos los medios y los periodistas midiendo con un rasero a los políticos y con otro a nosotros mismos?

Esas y otras preguntas vengo haciéndomelas desde el jueves de esta semana, cuando vi la sorpresiva carta que envió al noticiero de Yamid Amat Guillermo Díaz Salamanca y en la que el reconocido periodista acepta tácitamente que él y su esposa suscribieron hace poco menos de seis meses, un jugoso contrato con David Murcia para el manejo de las relaciones públicas de DMG, revelado por la revista Cambio. 

Aunque esa sola revelación ya sería suficiente para que en el país se abriera por fin el capítulo de los periodistas que, como Díaz Salamanca, han transgredido los límites de su profesión de la misma forma como lo han hecho con la suya abogados penalistas de gran trayectoria como Jaime Bernal Cuéllar, la noticia ha pasado prácticamente inadvertida en los medios. Todos sin excepción no sólo han tratado de minimizar el asunto, sino que han conseguido enterrar los nombres de otros periodistas que como Díaz Salamanca, también habrían trabajado para DMG, prestando asesorías acaso de manera más puntual, en momentos en que David Murcia era recibido en la Casa de Nari y RCN, Caracol y La W recibían sin mayor reparo pauta de DMG. 

Ningún medio ni ninguna autoridad ha intentado investigar qué hay de cierto en esos rumores que se han ido tomando las salas de redacción de los medios y que hablan de la existencia de una lista de periodistas al servicio de DMG que tendría la Policía guardada bajo llave. Lo más probable es que después de algunos momentos de efervescencia este asunto termine sepultado tal y como ocurrió con la lista de periodistas que fueron encontrados en uno de los bolsillos de Job, el día de su muerte. A los medios no les interesa investigar porque se haría evidente su doble moral y a los organismos del Estado tampoco les viene bien hacerlo porque tendrían que enfrentarse con el cuarto poder. Lo cierto es que por cuenta de esta autocensura, los periodistas en este país nos hemos vuelto unos seres con unos privilegios inmerecidos y con unas prerrogativas que no deberíamos tener.

En ese sentido, el único mérito del insólito mea culpa de Díaz Salamanca es el haber aceptado un hecho que otros colegas aun niegan públicamente, uno de los cuales fue la conciencia ética del 8.000. Sin embargo, su acto de contrición es tan incompleto como precario a la hora de poner sobre el tapete las debilidades éticas de los medios en Colombia, así como las suyas propias. Y digo que es incompleto por no decir contradictorio, ya que mientras él hacía su acto de contrición, su esposa y socia hacía circular un falso rumor en el que involucraba de manera deliberada a otros periodistas en la nómina de DMG, en un intento por desprestigiar a unos colegas que sí cumplen cabalmente su función. Pero también es un mea culpa que se queda corto en las explicaciones que da. Se da el lujo de cuestionar abiertamente a los periodistas que ejercen el periodismo como si fueran los perros guardianes del poder, pero se le olvida explicarle a su audiencia el porqué del engaño al mantener una agenda oculta que servía además como caja de resonancia para legalizar una organización mafiosa.

De este episodio los medios y los periodistas deberíamos sacar más de una lección. La primera es que estos deberían adecuar de manera urgente sus políticas de recepción de pauta a las que ellos imponen en sus salas de redacción a sus periodistas. Si RCN recibió sin mayor inquietud pauta de DMG, difícilmente le puede exigir credenciales éticas a Díaz Salamanca. La segunda lección tiene que ver con los riesgos en que incurren los periodistas que no encuentran ninguna objeción ética para ejercer la profesión mientras mantienen una agenda oculta al servicio de oscuros intereses. Ese tipo de periodistas engañan a la opinión pública y no sólo deberían ser investigados por las autoridades competentes, sino que sus nombres deberían salir a la luz pública, como sucede con los nombres de los para-políticos y de los generales de los falsos positivos. La tercera lección es que los periodistas no podemos utilizar la solidaridad de cuerpo para minimizar y ocultar actos de corrupción cometidos por nuestros colegas. Cuando hay rumores sobre listas de periodistas al servicio de la mafia, estas deberían ser investigadas y no archivadas de manera conveniente. Esa es la única manera de que la opinión pública sepa cuáles son los periodistas que cumplen con su tarea de informar la verdad de lo que sucede en este país tan atribulado, y a cuáles se les fueron las luces del cocuyo, como le sucedió a Díaz Salamanca. Lo que sí no podemos es pensar que por cuenta de la crisis ética de este país, los periodistas somos una casta intocable. 
 

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