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La droga otra vez

Ecuador denuncia que, por culpa de las fumigaciones colombianas, las poblaciones del norte de ese país están siendo envenenadas

Antonio Caballero
18 de abril de 2004

Voy a escribir otra vez sobre la estupidez criminal de la guerra contra la droga. He escrito al respecto cien o doscientas veces, y escribiré también cien o doscientas veces más. Alguna vez me contaron que Laureano Gómez sostenía que para que la gente se dé cuenta de algo hay que escribirlo mil veces. Él mismo, a fuerza de repetir mil veces lo mismo, logró lo que quería, que era incendiar a Colombia: el triunfo de la barbarie. Lo que yo quiero es exactamente lo contrario: apagar el incendio, y ayudar a que triunfe la civilización. Ya sé que es más difícil lo mío que lo suyo, porque la naturaleza del ser humano está más inclinada a la barbarie que a la civilización. Pero a lo mejor lo mío también resulta, si sigo insistiendo.

Vuelvo a escribir sobre la droga con el pretexto de que en estos días, gracias al Ecuador, se está discutiendo en el mundo el crimen ecológico que por orden de los Estados Unidos comete el gobierno de Colombia por allá por el sur, por allá por donde al parecer no importa, por allá por donde sobreviven las pobres gentes a quienes la ineptitud y el desdén del gobierno de Colombia (de todos los gobiernos de Colombia del último medio siglo, por lo menos), han arrojado por allá. Por allá por el sur, por el Putumayo, por el Guainía, por el Amazonas. Por allá por la frontera con el Ecuador: una región de selvas y de ríos abandonada por los Estados, tanto el del Ecuador como el de Colombia, donde las pobres gentes sobreviven. sí: sembrando coca. Y donde la policía antinarcóticos de Colombia, por orden del gobierno de los Estados Unidos, se esfuerza por destruir los cultivos de coca regándolos desde el aire con glifosato, un veneno prohibido en el mundo entero, desde California en los Estados Unidos hasta Utar Pradesh en la India, pero que en Colombia ha sido generosamente usado -por orden de los Estados Unidos- desde los tiempos del gobierno de Virgilio Barco. Por el de Barco, por el de Gaviria, por el de Samper, por el de Pastrana y por el de Uribe. Antes se usaba otro, el paraquat: los sobrantes del 'agente naranja' con que el ejército norteamericano había defoliado las selvas del Vietnam, y que a algún incauto -¿por qué no al gobierno de Colombia?- había que colocarle. Tanto el paraquat de entonces como el glifosato de ahora son pagados por Colombia, dólar sobre dólar: no son un regalo.

Hablo de un crimen ecológico, pero no es sólo eso: es un crimen a secas, cometido contra los pobres colonos de la selva. No sólo mata sus plantaciones de coca, sino todas las demás: los platanales, los sembrados de yuca. También mata a los niños. ¿Ah, pero es que esa gentecita de por allá encima tiene niños? Y mata los animales. Los marranos, por ejemplo, como aquellos marranos que hace cincuenta años le mató el Ejército colombiano a 'Tirofijo', que entonces ni siquiera se llamaba así, con las consecuencias que conocemos.

Bueno. Pues resulta que como el viento no respeta las fronteras, el viento de las selvas del sur de Colombia lleva las nubes de glifosato que derraman las avionetas al norte del Ecuador. Y como el Ecuador no es un país productor de coca (los narcos han querido conservarlo como un santuario de refugio), no tiene la obligación aceptada por Colombia de envenenarse para proteger a los inocentes niños norteamericanos que deciden meter cocaína. Y en consecuencia, denuncia internacionalmente que, por culpa de las fumigaciones colombianas, las poblaciones del norte de Ecuador están viendo cómo sus platanales y sus yucales se envenenan, y cómo sus niños empiezan a vomitar y a tener problemas respiratorios y oculares.

Claro que la denuncia internacional del Ecuador no tendrá mucho efecto. Las fumigaciones seguirán. Para pararlas sería necesario tal vez que le inyectaran glifosato en vena al presidente Álvaro Uribe, a ver cómo le sienta.

O que se lo inyectaran -apenas si me atrevo a sugerirlo- al presidente George W. Bush.

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