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La enfermedad nacionalista

Desacatar fallos internacionales es un camino inconducente para un jefe de Estado que como Juan Manuel Santos se perfila como líder en el escenario latinoamericano.

Semana
23 de noviembre de 2012

El nacionalismo podría definirse como una de las formas extremas –y más peligrosas- de imbecilidad colectiva que registra la historia moderna y consiste en la defensa irracional de cualquier gesto de un país por parte de sus nacionales, por el simple hecho de que sea de origen nacional. Haciendo un recuento rápido de las formas familiares que puede revestir la estupidez humana a nivel masivo solo consigo identificar una peor que el nacionalismo: el regionalismo, que resulta aún más patético porque su escala espacial de embrutecimiento deviene microscópica. Para el regionalista su diminuto universo, la región, debe tomarse como el non plus ultra de las infinitas posibilidades de la diversidad. Pero esa es otra discusión.

Es preocupante, porque evidencia una tremenda inmadurez política de la población, el nacionalismo que debimos padecer durante esta semana como consecuencia del fallo de la Corte Internacional de Justicia sobre el diferendo territorial entre Colombia y Nicaragua. No ha importado leer, ni mucho menos entender, el sentido, calidad argumentativa y alcance real de la sentencia. No acabábamos de recibir la noticia cuando medio país salió enfurecido a buscar un chivo expiatorio al cual culpar por la aplicación del derecho internacional (algo así como, digamos, buscar a quién endilgarle la responsabilidad por el movimiento de los astros).

A continuación el presidente, en una incongruente alocución que sin embargo hizo eco del sentimiento de indignación nacional (como debía hacerlo según los cálculos electorales reeleccionistas en aplicación de la regla de oro de que “hay que quedar bien con todo el mundo”), salió a defender una tesis jurídica traída de los cabellos: que el artículo 101 de la Constitución impide la modificación de los límites territoriales salvo mediante ley aprobada por el Congreso. Esto es falso porque la misma norma establece que los límites del país los definen también “los laudos arbitrales en que sea parte la Nación”, que es justamente la naturaleza del fallo de La Haya.
 
Pero lo más alarmante del furor nacionalista es que empezó a hacer carrera la iniciativa de desconocer el fallo, como si fuera la orden caprichosa de un grupo de magistrados despistados en lugar de una providencia emitida por el tribunal internacional de mayor jerarquía mundial en materia de asuntos territoriales. Esto no es algo que sorprenda habida cuenta del legado de Álvaro Uribe, quien le enseñó a Colombia durante sus ocho años de gobierno que la justicia es para obstruirla, los magistrados para acosarlos y los fallos para desacatarlos cuando no convienen. El expresidente desde luego ya propuso, en abierta contradicción con la posición que sostuvo en el 2008 de respeto a la decisión del tribunal de La Haya, la locura de desobedecer la sentencia, de optar por la vía de hecho en lugar de respetar el derecho.

En suma, Colombia ahora está haciendo curso intensivo para convertirse, a imagen y semejanza de Estados Unidos e Israel, en un “Rogue State” o Estado “forajido”, “díscolo” o “canalla”, según las distintas traducciones de la expresión. Los estados canallas son aquellos que no se consideran limitados por el derecho internacional cuando se trata de defender sus intereses geopolíticos. Por eso se arrogan la facultad de incumplir los tratados que firman, ignorar las convenciones que ratifican y, en los peores casos, de atacar unilateralmente e invadir países sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU.

Optar por las vías de hecho es un camino inconducente para un jefe de Estado que como Juan Manuel Santos se perfila como líder en el escenario latinoamericano. Lo único que explica la reacción antijurídica del presidente es que le apuesta inicialmente a hacer una pose nacionalista para apaciguar los ánimos “nacional-uribistas” y así evitar que el jefe de la oposición capitalice a su favor una decisión por la que en realidad no cabe ninguna responsabilidad a este gobierno. El único error que cometió Santos fue el mal manejo mediático que le dio a la situación que se veía venir, creando falsas expectativas optimistas sobre un fallo cuyos alcances eran fáciles de prever.

Hace medio siglo aún era defendible la tesis del presunto “carácter primitivo” del derecho internacional y su limitada eficacia, que el internacionalista Michel Virally refutó con tanta lucidez en los años sesenta. Sin duda son numerosos los ejemplos de Estados que han desacatado los fallos de la CIJ en el pasado. Sin embargo, en el mundo cada vez más globalizado que hoy tenemos lo que resulta realmente “primitivo” por parte de los países es querer sustraerse a las normas de convivencia mundial cuyo fin primordial, cabe recordarlo, es evitar la forma más salvaje de solución de los conflictos: la guerra.

@florezjose en Twitter

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