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La exaltación del malvado

Si un país se embelesa demasiado en lo terrible, de alguna manera acaba enfermo de maldad.

Semana
26 de enero de 2008

Está bien comprender. Sin embargo, comprender demasiado es casi justificar. Un exceso de comprensión toca ya los límites de la complicidad. Aquí, tanto la literatura como el periodismo han padecido (algunos dirán gozado) la fascinación por la maldad. Han sido con ella muy comprensivos e incluso, me atrevería a decir, complacientes, y de la complacencia a la complicidad no hay más que un paso.

Nos hemos dedicado a relatar y a volver -de gusto o sin querer- ejemplares los comportamientos de los facinerosos. No sé si este gusto haya sido inspirado por Hollywood, pero ese cine que va desde la mirada cariñosa a los capos de la mafia hasta la violencia risueña de Tarantino, ha tenido aquí también sus adeptos.

En la edad media proliferó un tipo de historias muy distintas que hoy nos parecen fantásticas e irreales. Se trata de la hagiografía o vidas de los santos. Como esos santos solían ser también mártires, estos cuentos casi nunca carecen de episodios sanguinarios: hogueras, torturas, flechas, cuchillos, lanzas, cuerpos desmembrados. Los sentimientos que se perseguía despertar eran la admiración por el valor y la bondad, y la indignación ante la injusticia. Nuestras historias, en general, no persiguen que se avive la repugnancia por la maldad, sino que se admiren la astucia, la sevicia y la ambición sin límites morales. Mafiosos, guerrilleros, paramilitares, son convertidos en héroes del momento.

Casi nunca se resalta con suficiente énfasis la imbecilidad de los canallas. El imbécil ha sido definido como aquel que no sólo hace daño a los demás con sus acciones, sino también a sí mismo. Un ejemplo típico de la exaltación del malvado es la visita de los paramilitares al Congreso, con sus zapatos y sus corbatas de marca como símbolo de éxito y estatus. Un ejemplo claro de imbecilidad es el comportamiento de las Farc con Emmanuel: le hicieron daño al niño y se hicieron daño a sí mismas.

Otro caso típico de complicidad de los medios son las entrevistas a mafiosos (por ejemplo a los familiares y secuaces de Pablo Escobar con motivo de la películas que sobre él se giran en el norte). En un país lleno de gente que hace oficios benéficos y que nos exaltan, como cantante de boleros -y pienso en Claudia Gómez y en su madre, ¿las conocen -, como médicos dedicados a salvar vidas mediante trasplantes -Jaime Borrero y Gonzalo Correa ¿saben quiénes son -, como traductores de La Rochefoucauld o de Montaigne (¿se les viene algún nombre a la cabeza ), como expertos mundiales en hongos (¿saben de la vida de la doctora Ángela Restrepo ), como serenas novelistas históricas -¿alguien se acuerda de Rocío Vélez de Piedrahita -, como sabios en temas de nuestra historia, como divulgadores científicos que nos cambian la visión del mundo (pienso en Antonio Vélez) aquí lo que se exalta y lo que todo el mundo conoce es la vida de 'Chupeta' o de 'Rasguño'.

Ya sé, las vidas de los buenos y de los santos, en esta acelerada época de violencia, insultos, bravuconadas y música estridente, parecen siempre estar al borde de la cursilería. Sin embargo, si uno lee algo distinto en el escritor menos cursi del mundo, Jorge Luis Borges, se da cuenta de que no son los malvados, sino Los Justos, quienes justifican nuestro paso por la vida. Sé que muchos conocen este poema de Borges, pero quiero repetirlo, porque sus versos son un caso más del tema que la misma poesía nos propone: "Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire. / El que agradece que en la tierra haya música. / El que descubre con placer una etimología. / Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. / El ceramista que premedita un color y una forma. / El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. / El que acaricia un animal dormido. / El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho. / El que agradece que en la tierra haya Stevenson. / El que prefiere que los otros tengan razón. / Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo".

No niego que leer sobre el horror y sobre la maldad sea uno de los más comunes hábitos humanos. El mismo Borges, al tiempo que exaltó a los justos, se ocupó también muchas veces del coraje de los cuchilleros y de los hombres que tuvieron comercio directo con la muerte. La vida es ambivalente, ambigua, y entre una página de periódico dedicada a dos tipos que descuartizan a un hombre, y otra que se gasta en un gran bailarín como Álvaro Restrepo, quizá todos escojamos la versión del horror y no la dicha de la emoción estética. Todos: ustedes y yo, quizá porque nos gusta conocer el horror para defendernos de él. Pero si un país se embelesa demasiado en la descripción de lo terrible, de alguna manera acaba enfermo de maldad; la suciedad y la muerte violenta nos contaminan. Aunque ya no sea el tiempo de la hagiografía, las luchas de las personas por ser normales, por ocuparse de temas distintos a la delincuencia, por ejercer limpiamente un oficio, se merecerían un espacio, una atención y una admiración mucho más grande de la que reciben.

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