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La falla de la Corte Constitucional

Es muy preocupante que una Corte tan notable como la colombiana haya fracasado "de este modo en el caso más importante que le tocó enfrentar en su corta y brillante historia", opina Roberto Gargarella, uno de los constitucionalistas latinoamericanos más importantes, a propósito del fallo sobre la reelección

Semana
12 de febrero de 2006

El reciente fallo de la Corte Constitucional colombiana reconociendo la validez de la reforma constitucional impulsada por el presidente Álvaro Uribe representa una grave equivocación, que afecta seriamente el bien ganado prestigio internacional del tribunal. Recordemos, ante todo, el contenido del fallo. En una decisión dividida, la Corte sostuvo principalmente i) que el Congreso era competente para promover una reforma constitucional que incorporara la reelección del Presidente (incluida la del actual mandatario); ii) que no se produjeron faltas en la tramitación de los impedimentos y recusaciones de los congresistas (como tantos juristas y figuras públicas habían constatado) y iii) que el Congreso no tenía facultades para atribuirle al Consejo de Estado funciones legislativas (como la de reglamentar la Ley de Garantías en caso de que la misma fuera declarada inconstitucional).

Los problemas del fallo (que por su seriedad y su impacto equivalen a los que fueron propios de la decisión Bush vs. Gore por parte de la Corte estadounidense) son numerosos, incluido el agravio que se produjo a la igualdad jurídica de los participantes en la próxima elección presidencial; la liviandad con la que se evaluaron las fallas de trámite existentes; o el desacostumbrado y poco saludable formalismo de la sentencia. Sin embargo, en lo que sigue me concentraré sólo en un punto, relacionado con el control constitucional del procedimiento de la reforma.

Una primera cuestión al respecto, que no es la que más me interesa resaltar, tiene que ver con el modo como la Corte, sutilmente, auto-expandió sus propios poderes. Con lo que revivió, de algún modo, el histórico fallo Marbury vs. Madison, la Corte le dio "ganada la batalla" al Presidente mientras, calladamente, extendía los límites de su propio poder, al auto-habilitarse para examinar el fondo de la reforma -cuando la Constitución la limita a concentrarse en el control del procedimiento de la misma-. A través del recurso a algunos formalismos jurídicos (sostener que sólo quería examinar la "competencia" del Congreso, o impedir la "suplantación" de la Constitución), la Corte incrementó de modo significativo sus atribuciones constitucionales.

Lo curioso es que, dado este paso, la Corte no haya pasado luego a sostener lo obvio, esto es, que la reforma nunca se justifica si viene a dificultar el acceso al poder de las fuerzas que están en la oposición. Esta respuesta, más o menos obvia, surge del sentido común con el que podemos acercarnos a la reforma; se deriva de la idea de igualdad que anida en cualquier Constitución y es el resultado de nuestro compromiso con el mantenimiento de un sistema de "frenos y contrapesos" (en definitiva, si la Corte no se encuentra habilitada para controlar aquellos riesgos, entonces no se entiende para qué está habilitada).

Lo que es más importante, y este es mi punto, el rechazo a la reelección se deriva "naturalmente" de lo que señala la Constitución cuando reserva a la Corte el control procedimental de la reforma. En efecto, la Corte se encuentra obligada a decirnos de qué modo es que va a interpretar dicha idea ("controlar los procedimientos"), de forma tal que deje claro de qué modo entiende la democracia, y de qué modo concibe su propia función dentro de dicho sistema.
 
Notablemente, para muchos de los más lúcidos juristas y cientistas políticos contemporáneos (pienso en autores que van desde John Ely a Jurgen Habermas o Carlos Nino), la idea de "proteger los procedimientos" implica, de modo obvio, y ante todo, impedir que quien esté en el poder altere las reglas de juego para favorecer su permanencia en el poder. Sostener esto no implica, en absoluto, pronunciarse sobre los contenidos de la reforma: el Congreso está en su derecho de modificar una y mil veces la Constitución, del modo como lo prefiera. El Congreso puede favorecer o negar la reelección presidencial, puede cambiar las reglas electorales o modificar la jurisdicción de los tribunales. Lo que no puede hacer es modificar las reglas de juego de modo tal que salgan inmediatamente beneficiados aquellos que cambian las reglas de juego. No hay misión más importante de la Corte que la de impedir esta posibilidad. 

Esta respuesta, ampliamente compartida por la doctrina constitucional contemporánea, es la que surge tanto desde el sentido común como de nuestra reflexión crítica. La misma se asocia, además, con nuestras intuiciones más elementales sobre el significado de la idea de democracia, y sobre el rol que le corresponde a la Corte, dentro de la misma. Así, en una sociedad democrática, la sociedad tiene que tener el derecho de debatir y decidir de qué modo quiere vivir, y por eso mismo, y para ello, debe cuidar al máximo que las reglas del funcionamiento de la democracia no resulten manipuladas en su propio beneficio por aquellos circunstancialmente capacitados para modificarlas. Ello así, de modo muy especial, en países políticamente hiperpresidencialistas, y económicamente tan desiguales como los nuestros. Este criterio se debió haber defendido de modo independiente y previo a cualquier discusión sobre la Ley de Garantías electorales.

Por todo lo dicho, uno puede afirmar que el proceso aquí bajo examen ha terminado del peor modo posible: con el Ejecutivo, el Congreso y la misma Corte expandiendo sus propios poderes. Es llamativo y muy preocupante que una Corte tan notable como la colombiana haya fracasado de este modo en el caso más importante que le tocó enfrentar en su corta y brillante historia.