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La familia no se escoge, se acepta

Son las relaciones familiares las más cercanas y, por lo mismo, paradójicamente, las más complejas y conflictivas.

Ximena Sanz De Santamaria C.
4 de marzo de 2013

El primer contacto que tiene un ser humano cuando nace es con su familia. Por lo general, son los padres con quienes se establece el primer vínculo, seguido de los hermanos -si los hay- y así se van entablando relaciones con el resto de la familia y con círculos más extensos, como pares, amigos, profesores, etc. Pero son las relaciones familiares las más cercanas y, paradójicamente, por eso mismo las más complejas. Y a veces también las más conflictivas. 

La familia, a diferencia de los amigos, los compañeros de trabajo y la pareja, no se escoge: las personas que conforman cada familia son las que son y no es posible cambiarlas por otras. Las relaciones entre los miembros de una familia, como todo sistema vivo, van evolucionando con el tiempo. Pero al mismo tiempo se van consolidando unos patrones de relación que tienden a mantenerse y muchas veces, con el tiempo, va siendo más difícil de modificarlos así con ellos se genere sufrimiento y dolor para quienes la conforman. Cuando esto ocurre, con mucha frecuencia se generan en las personas que la constituyen sentimientos de frustración, desesperación y desesperanza justamente porque la única relación que no se puede cancelar es la relación con la familia.

“Mi papá pudo separarse de mi mamá y rehacer su vida, pero yo no puedo separarme de mi mamá porque es mi mamá”, me decía una mujer que describía la relación con su madre como una tortura. Contaba que desde niña entraba constantemente en conflicto con ella. Y aunque no dejaba de ver que su madre la quería, se quejaba de que nunca la había aceptado como ella era, de que siempre estaba en desacuerdo con todo lo que hacía, desde la manera como se vestía, hasta las parejas que escogía, pasando por la carrera que decidió estudiar en la universidad, los amigos que tenía, etc. Según esta mujer, su madre siempre tenía un ‘pero’ para todo lo suyo. Y eso le había generado un enorme resentimiento que llevaba cargando durante más de veinte años. “Aún en los casos en que sus comentarios no son antipáticos, yo reacciono mal, contesto con comentarios antipáticos, hasta agresivos. Entonces siempre terminamos peleando”, manifestaba con rabia.

A medida que fuimos indagando sobre la manera como se había ido construyendo esta relación tan problemática se fue poniendo en evidencia que lo que más la mortificaba era que su madre no hubiera cambiado, a pesar de las innumerables veces que le había manifestado verbalmente, de ‘buena y mala manera’, lo mucho que le dolía que su propia madre no la pudiera aceptar como era. “Mi mamá no me acepta y yo me niego a aceptar que ella no me acepte”.

Como ella, son muchas las personas que llegan tristes -y en ocasiones también con mucha rabia- porque no logran aceptar que las relaciones familiares no sean perfectas y que además generen conflicto y sufrimiento en lugar de tener en ellas el apoyo incondicional que hubieran querido. En casos como éstos el reto es lograr aceptar aquello que no se puede cambiar. De lo contrario, las relaciones familiares seguirán siendo siempre una fuente de sufrimiento. 

“No quiero que esta sea mi familia”, me decía hace poco otra mujer al referirse a su núcleo familiar más cercano. Después de más de treinta años se seguía resistiendo a aceptar que sus padres se hubieran divorciado y que su padre se hubiera ido a vivir al exterior con “su nueva familia”. Se sentía abandonada por él, cosa que aún no lograba dejar atrás y perdonar. Y aunque ya estaban en un momento de la relación en el que podían hablar y pasar tiempo juntos sin que ella terminara agrediéndolo verbalmente y terminaran peleados durante meses, todavía sentía rabia con él. “La rabia ya está afectando mi salud física”.

En ambos casos se puso en evidencia que el resentimiento les estaba impidiendo vivir el presente en sus relaciones familiares: el pasado siempre hacía presencia generándoles un sufrimiento constante. Por tal motivo, con las dos personas se comenzó un trabajo doloroso y exigente emocionalmente porque cada una tuvo que reconocer y admitir lo que sentía por sus respectivos padres. El primer paso para lograrlo fue escribirles diariamente una carta a sus respectivos padres expresándoles clara y abiertamente todo lo que sentían, lo que pensaban y lo que habrían querido decirles hasta ese momento. Debían sacar ahí toda la rabia y el dolor, como un proceso de desintoxicación en el que solamente hay bienestar cuando se logra vomitar lo que está intoxicando el cuerpo. El proceso en casos como estos es el mismo: hay que sacar lo que está haciendo daño para que deje de hacerlo. 

Cada una ha avanzado y está logrando relacionarse con sus respectivos padres sin pretender cambiar ni lo que fue su pasado ni lo que son ellos en el presente. El cambio que cada una ha logrado en sí misma les ha permitido ver y asumir una realidad difícil: que su tarea no es luchar porque la familia cambie, sino aceptarla tal como es. Sólo así es posible dejar de sufrir por las “desgracias” con las que cada una carga. En el momento en que estas “desgracias” se reconocen y se pueden ver como parte de la vida, se deja de sufrir, se comienza a tomar lo bueno que tiene cada familia, y así se hace posible disfrutar de cosas que antes no se podían ver por la actitud rabiosa que se había generado. En este tipo de situaciones, como todo en la vida, el verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevas tierras, sino en tener nuevos ojos.

*Psicóloga-Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

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