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La fuerza de la indignación

Los estallidos sociales retumban en el planeta. Los vecinos del continente, Ecuador, Chile, Bolivia, Haití y hasta la tranquila Uruguay; más allá también gritan en Hong Kong, Líbano, Iraq, Argelia o Cataluña; y también aquí, día de por medio los estudiantes están llamando a marchas en contra de la corrupción

Ana María Ruiz Perea, Ana María Ruiz Perea
28 de octubre de 2019

La gente se está juntando, indignada, para gritar en las calles, para denunciar, para exigir a sus gobernantes justicia social, libertad, dignidad.

El disparador de la protesta es diferente en cada país, el precio de la gasolina en Ecuador, el tiquete del metro en Santiago, un impuesto a las llamadas por WhatsApp en el Líbano, una extradición en Hong Kong, una orden de captura en Cataluña. Detrás de esas marejadas sobrecogedoras de gentes en calles y plazas, hay indignación y rebeldía, y repudio masivo a las actuaciones de sus dirigentes.

La mezcla perversa de desigualdad social con corrupción es un reto para cualquier democracia, tanto en términos fiscales como de manejo del desorden que se produce cuando los pueblos se asquean con las decisiones del gobierno y salen a la calle a protestar. Hoy, a diferencia de pocos años atrás, todos los indignados se pueden convocar muy rápidamente, conectados como están todos por el teléfono que llevan en la mano. No me cabe duda de que el factor conectividad juega un papel muy relevante en la velocidad y la fuerza de la convocatoria a las manifestaciones.  

Y protestan de qué manera. Los indignados hoy no se toman las plazas, sino que avanzan por las calles para evitar ser cercados por la policía que corta entonces las calles para evitar su avance. Es ahí donde comienza el tropel.

A pesar de la represión, y de las drásticas medidas de fuerza que se han utilizado para frenar las movilizaciones, la gente en la calle resiste y persiste porque, como dijo un manifestante en Santiago cuando estalló la protesta, no se trata de los 30 pesos del boleto del metro, sino de los 30 años que llevan exprimiéndolos. En esas marchas chilenas se grita que romper la desigualdad social es una promesa democrática, un derecho humano y una exigencia digna. Bendecidos sean los estudiantes que no tragan entero y reclaman en voz alta, porque dan siempre el primer paso cuando toda la sociedad está siendo abusada y ya no aguanta más. 

El sistema económico global es perverso, tanto que el 1 por ciento de la población mundial tiene concentrada más riqueza que el resto de los seres humanos en el planeta. Gobiernos como el de Chile han sido obedientes a la fórmula de disminuir los impuestos a los ricos como incentivo para generar más riqueza, aunque esa operación suponga apretar cada día más el bolsillo de la clase media y hundir a millones en la pobreza. 

Se llama neoliberalismo, doctrina que sumada a una profunda insensibilidad social de los dirigentes, produce en sí misma suficientes estragos. Como dijo el presidente Piñera de Chile, cuando presentó el enorme paquete de medidas sociales para calmar a los manifestantes. "Les pido perdón a mis compatriotas… No fuimos capaces de reconocer la situación de inequidad". No cobrarles impuestos a los ricos mientras se aprieta el bolsillo de la gente con alzas en bienes y servicios de primera necesidad, y encima hacerse el de las gafas frente a la corrupción, es una mezcla explosiva que pone a la democracia en alerta. 

El sistema está hecho para exprimir a los ciudadanos y de ñapa, los corruptos roban impunemente lo poco que está destinado al bienestar de la gente. Lo grave de la corrupción no es que enriquezca a muy pocos, sino que empobrezca a todos. Las marchas de estos tiempos gritan un malestar social profundo, incubado en décadas de aguante.

Y a la indignación popular, la respuesta es represión. La brutalidad policial tiene permiso oficial, de manera que los abusos cometidos contra los manifestantes se convierten en un motivo más para movilizar a la gente a protestar en repudio. 

Por eso ahí siguen los catalanes que no se cansan de protestar, los chilenos, los libaneses, los iraquíes, los haitianos. Todas parecen historias distintas, pero en el fondo no lo son. Son la expresión simultánea de movimientos de indignados conectados que están hartos de que les quiten lo que en la promesa democrática es suyo, el bienestar básico, la autonomía, la esperanza de futuro.  

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