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La guerra de los juguetes

El gobierno norteamericano es ya incapaz de amedrentar al de Corea del Norte o al de Irán, que están ambos decididos a desarrollar armas atómicas.

Antonio Caballero
21 de octubre de 2006

Hace un par de días leí que el presidente norteamericano George W. Bush declaró que el espacio exterior también era suyo, desde aquí hasta donde sea. Me recordó una película de hace pocos años llamada Toy Story, en la que un personaje de juguete llamado Buzz, un astronauta, dice que su ambición va "hasta el infinito y más allá". El tal Buzz sustituye en el cariño de un niño a otro juguete, un cowboy llamado Woody, del cual no se sabe muy bien qué quería, pero sí que no lo obtuvo. Viendo cómo desciende la popularidad del presidente Bush en las encuestas entre sus conciudadanos (los niños dueños del juguete), recordé también la célebre observación de Wilde según la cual "la naturaleza imita al arte". La presidencia de Bush, que tanto ha costado para tanta gente, no es otra cosa que la imitación de una película de juguetes. Y ni siquiera tiene un final feliz.

La película empezó hace cinco años con el cowboy llamado Dubya, cuando, con el pretexto (que no llegaba a ser motivo pero se presentó como tal ante un mundo acobardado) del atentado de Al Qaeda contra las Torres Gemelas de Nueva York, el gobierno de Bush declaró la "guerra contra el terror". Sus dos primeros episodios fueron la invasión de Afganistán, cuyo régimen de fanáticos religiosos islámicos llamados talibanes era acusado, con razón, de proteger a Ben Laden, el jefe de Al Qaeda; y la invasión de Irak, cuyo régimen laico despóticamente controlado por Saddam Hussein era acusado falsamente de amparar a ese mismo Ben Laden y a la vez de desarrollar "armas de destrucción masiva" (atómicas y químicas) para amenazar al mundo entero. Esos dos episodios querían ser el prólogo de una por naturaleza interminable y eterna -"larga", decía Bush- "guerra contra el terror", cuyos blancos posteriores y sucesivos debían ser los países acusados por el Presidente norteamericano de constituir un "eje del mal": Irak, Irán y Corea del Norte. Pero también, uno tras otro, Siria, Libia, Sudán. Y también, saltando de continente en continente, la Venezuela respondona del coronel Hugo Chávez, la muchas veces machacada Nicaragua, la España indócil que eligió al socialista Rodríguez Zapatero.

Para esa guerra permanente y perpetua, que recuerda la descrita por Orwell en su antiutopía política 1984, los Estados Unidos del presidente Bush pretendían contar con dos cosas: la autoridad moral que les venía de ser el país defensor de la libertad, de las libertades y la democracia; y la autoridad material que les venía de ser el país económica y militarmente más poderoso de la tierra.

Pero resultó que no. Muchos hicimos la advertencia, hace ya años, de que la inmensa fuerza militar de los Estados Unidos no bastaría para derrotar la terquedad de los afganos primero, de los iraquíes después. Para destruir sus países sí: para someter a sus pueblos no. Como, hace una generación, sucedió en Vietnam. Y muchos hicimos también la advertencia de que tanto los principios invocados por el gobierno norteamericano para alcanzar sus fines, como los medios que iba a utilizar, no serían suficientes. Lo principios: el unilateralismo mesiánico, el derecho al ataque preventivo, el propósito de la democratización coercitiva. Y los medios: el bombardeo aéreo de saturación (de alfombra, se llamaba en los tiempos fallidos de la guerra de Vietnam), la ocupación terrestre con tropas insuficientes, el recurso a los métodos de la guerra sucia.

Así ha venido sucediendo. Y en un segundo ejemplo de imitación del arte por la naturaleza, en el curso de los meses hemos venido viendo cómo el presidente Bush se va pareciendo cada vez más a otro personaje de ficción cinematográfica: el "hombre menguante" de una película de ficción de hace treinta años, cuyas dimensiones y cuyas fuerza se iban reduciendo inexorablemente en la medida misma en que pretendía usarlas. Así vemos que hoy el gobierno norteamericano es ya incapaz de amedrentar al de Corea del Norte o al de Irán, que están ambos decididos a desarrollar armas atómicas. Y ha tenido que abandonar sus baladronadas frente a las Naciones Unidas para perdirles su colaboración, no sólo ante Corea e Irán, sino incluso ante la Venezuela respondona, como dije más arriba, del cómico coronel Hugo Chávez. Y no ha podido impedir que al tiempo que su propio poder militar se empantana de Irák y Afganistán, y su poder económico se diluye en unos crecientes déficit fiscal y comercial, crezcan los de sus rivales o sus adversarios: el de la China o el de Rusia, dueña la una de los recursos energéticos y la otra de los comerciales.

¿Quién va perdiendo esta guerra contra el terror que declararon los Estados Unidos en nombre de la democracia? La democracia.

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