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La guerra perdida (I)

Los políticos también empiezan a pedir la retirada, incluso los republicanos, que temen las elecciones parlamentarias de 2006 con las tropas todavía en Irak

Antonio Caballero
20 de agosto de 2005

Bush está perdiendo su guerra de Irak. Era previsible: yo mismo lo advertí en esta revista desde principios del año 2003; desde antes de que, disfrazado de piloto de combate, el Presidente proclamara aquello de la "misión cumplida"; desde antes de que lanzara su primera oleada de bombardeos para horrorizar y aterrorizar ("shock and awe") a los iraquíes.

Bush destruyó el país, de acuerdo. Pero destruir un país no es lo mismo que ganar una guerra. También estaba destruido Vietnam hace treinta años, cuando los norteamericanos tuvieron que retirarse, derrotados. En el caso de Irak, la derrota es aun más evidente, pues el objetivo de la guerra no era, como entonces, contener (la expansión del comunismo), sino conquistar (el petróleo del segundo productor del mundo). La guerra no se hizo por el pretexto de las "armas de destrucción masiva" que presentó Bush, a sabiendas de que no era cierto, ni para derrocar a un tirano, como alegó a posteriori: uno solo de las decenas de tiranos que han sido o son todavía aliados de los Estados Unidos, como lo fue Saddam Hussein cuando le vendían armas para que combatiera a Irán. La guerra se hizo para que la industria norteamericana tuviera garantizado petróleo barato durante cincuenta años. Y el resultado ha sido que el petróleo está hoy más caro que nunca, para beneficio de regímenes adversarios de los Estados Unidos (Irán o Venezuela).

Pero de los efectos económicos y políticos de esta guerra perdida por Bush, todos ellos negativos para los Estados Unidos y para el mundo, hablaré en un segundo artículo, la semana que viene: no caben en una sola columna de revista. Ahora voy a hablar sólo de la destrucción y de la derrota.

La destrucción de Irak: desde la de los restos arqueológicos de sus cuatro mil años de historia hasta la de las bases de sus infraestructuras de desarrollo; desde el saqueado museo de Bagdad hasta las plantas depuradoras de agua. Aunque nadie lleva la cuenta exacta de los muertos iraquíes, se calculan entre 100 mil y 200 mil en dos años de guerra y de contrainsurgencia, tanto militares como civiles, sin contar las víctimas infantiles de la desnutrición y las enfermedades gastrointestinales. No hay electricidad. No hay agua potable. Se acabaron la ganadería y la agricultura: las cabras y los dátiles. El desempleo es del 70 por ciento; de 24 millones de habitantes, 16 viven de la distribución de cupones de ayuda alimentaria (que no se reparte desde el mes de mayo). Irak es uno de los países más ricos del mundo, pero su población pasa hambre. Y ni siquiera la industria petrolera, que es la única en la que la potencia ocupante ha hecho grandes inversiones, ha recuperado su nivel de antes de la guerra (y mucho menos el de antes de la guerra del Golfo del 91, la de Bush padre).

El país corre peligro de partirse en tres -una región kurda al norte, una árabe sunita en el centro y otra árabe chiíta en el sur-, o de hundirse en una guerra civil con intervención de varios de sus vecinos (Irán, Turquía, Siria) cuando las tropas norteamericanas se retiren.

Una retirada que es consecuencia, no de la "misión cumplida", sino de la derrota militar. Las bajas no son excesivas: unas dos mil, más veinte mil heridos o mutilados. Pero ni el ejército ni la sociedad norteamericana pueden aguantarlas. El ejército, que no es ya de leva obligatoria como en los tiempos de Vietnam, no consigue suficientes reemplazantes para los soldados que caen o se retiran por finalizar su enganche en la fuerza ocupante de 138 mil hombres (la tercera parte de la que en un principio los generales consideraban necesaria), ni siquiera recurriendo a los extranjeros inmigrantes a cambio de la promesa de la ciudadanía: veinte mil soldados la han obtenido en los últimos dos años, y otros 27 mil la están esperando. Varios generales han hablado de retirada, y el secretario de Defensa Rumsfeld ha anunciado una reducción del pie de fuerza para la primavera. En cuanto a la población norteamericana, la proporción que todavía apoya a Bush en su guerra se ha reducido a una minoría del 34 por ciento: como la que respaldaba al presidente Lyndon Jonson cuando en 1968 decidió iniciar negociaciones para la salida de Vietnam. Los políticos también empiezan a pedir la retirada, incluso los del partido republicano, que temen las elecciones parlamentarias de 2006 con la tropa todavía en Irak. Y la prensa, recuperada un poco del miedo de ser llamada "antipatriótica", empieza no sólo a criticar abiertamente la guerra, sino a cubrir las manifestaciones ciudadanas de protesta. La madre de un soldado muerto en Irak inició una vigilia frente al rancho de vacaciones del presidente Bush a principios de agosto. Y quince días después la acompañaban cientos de ciudadanos en todo el país.

Cientos: es muy poco. Pero también así, con la protesta de unos pocos cientos, empezó la derrota de Vietnam: cuando los Estados Unidos perdieron la voluntad de combatir.

Todavía faltan, sin duda, muchas cosas terribles: los "estertores" ("last throes") de que habla el vicepresidente Dick Cheney. Entre la decisión de la retirada por parte del presidente Johnson y la retirada efectiva realizada por el presidente Nixon pasaron casi cinco años, y la guerra se extendió a Camboya y a Laos. Y todavía duran las malas consecuencias.

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