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La ‘Hubris’ de Chávez

Chávez acaba de meter la pata cometiendo una tontería que parece insignificante: le dio por prohibir el consumo de alcohol en Semana Santa.

Antonio Caballero
14 de abril de 2007

El coronel Hugo Chávez lleva ocho años en el poder en Venezuela, y hace apenas cuatro meses fue reelegido para un tercer período presidencial (hasta el año 2013). Pero lo cierto es que su obra de gobierno es más bien exigua, y casi exclusivamente retórica. En los discursos habla de su "Revolución Bolivariana". Pero lo que tenga de revolucionaria no ha ido demasiado lejos, pues la estructura económica y social de Venezuela prácticamente no ha cambiado. Y lo que tiene de bolivariana se limita al aspecto caudillista del ejemplo de Simón Bolívar, que varias veces concentró en sus propias manos todos los resortes del poder -ejecutivo, legislativo y militar- pero otras tantas los volvió a soltar, considerando que "tan desgraciado es el pueblo que obedece como el hombre que manda solo". Al coronel Chávez, en cambio, le gusta mandar solo. Y que el pueblo le obedezca.

Hasta ahora ha sido así, porque Chávez tiene la suerte de ser el sucesor, y hasta cierto punto el agente destructor, del inepto y corrupto régimen civil en el que se alternaron los partidos AD y Copey, igualmente cleptocráticos, durante cuatro décadas. El desprestigio bien ganado por ellos es la principal causa del prestigio de Chávez: le basta con ser distinto. Y tiene además la suerte de contar, gracias a los altos precios del petróleo venezolano, con recursos suficientes para desafiar impunemente al imperialismo norteamericano. Así, ha podido hacer en Venezuela prácticamente lo que le ha dado la gana. Dar un fallido golpe militar, y salir libre a los dos años. Aguantar otro golpe militar en su contra, también fallido, y salir fortalecido a los dos días. Capear tres paros nacionales. Expropiar a los ricos, sin llegar a arruinarlos. Acosar a la prensa, sin llegar a cerrarla. Reprimir a los opositores, sin llegar a eliminarlos. Deshacerse de sus aliados para gobernar únicamente con sus incondicionales. Y hablar, y hablar, y hablar.

En el camino se ha dado el lujo de ganar bastante limpiamente tres elecciones presidenciales consecutivas, no sé ya cuántas elecciones parlamentarias y locales. Y nada menos que tres referéndums. Tal como va, podrá ser Presidente de Venezuela para toda la vida, si quiere. Y quiere. Pero necesita no meter la pata.

Lo acecha, sin embargo, el peligro de su propia hubris: esa conciencia exagerada de la propia valía que, según los antiguos griegos, termina por hundir a los hombres. Chávez acaba de meter la pata cometiendo una tontería que parece insignificante, pero que afecta la raíz de su poder popular y populista. Le dio por prohibir el consumo de alcohol durante la Semana Santa.

Hasta la Iglesia católica puso el grito en el cielo. No es la primera vez: ya lo había hecho cuando, hace unos años, al errático coronel le dio la ventolera de proclamarse protestante. Pero en este caso la Iglesia no se indignaba en nombre de sí misma, sino en el del pueblo venezolano, que estadísticamente figura entre los más bebedores de la tierra. Los ricos toman whisky (haciendo que Venezuela sea, después de Escocia, el país que más litros de whisky per cápita consume en el mundo); y los pobres toman ron (más que los dominicanos y que los cubanos). Y todos, los ricos y los pobres (e inclusive los curas) consideran que las fiestas religiosas como la Semana Santa no pueden celebrarse como es debido si no es con trago.

Llevado por su hubris, pues, y cegado por ella, el hasta ahora invicto caudillo venezolano prohibió el trago. Y su pueblo no le obedeció. Chávez había olvidado la regla de oro del buen demagogo, que consiste en seguir al populacho, y no en pretender guiarlo. A estas alturas, Chávez debería ya saber de sobra que a los pueblos sólo les gusta que los lleven a donde quieren ir.

Es posible que los historiadores del futuro señalen que el ocaso del poder de Hugo Chávez empezó el día en que lo puso a prueba prohibiéndole a la gente tomar trago en Viernes Santo.