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Negociar con ríos

La voz de los ríos o las montañas, cuando llega a los tribunales a defender sus derechos, pasa inevitablemente por la interpretación que de ellos hagamos los humanos.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
14 de febrero de 2018

El reconocimiento de agencia para los ríos, un experimento normativo que promueve un énfasis más biocéntrico en el ejercicio de las responsabilidades humanas respecto al resto del mundo, nos encontramos con un problema fundamental: los ríos dicen cosas, pero hay que saber escucharlos. La forma para llevar el mensaje de los ríos, o por defecto, de las montañas, las plantas o los animales (nadie habla de los microorganismos en esos términos), es convertirnos un poco en ellos, asumir su defensa desde la perspectiva, inevitable, de humanizarlos también. En esa mutua conversión sensible y ética se basa la posibilidad de establecer una conversación que no termine siendo religiosa, una en la cual cualquiera que escuche voces en su mente asegure que tiene la clave de un plan de salvación; sabemos cómo el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

Si los ríos que conocemos y destruimos con las heces nuestras de cada día hablasen con su aliento fétido, o aquellos que llenamos de mercurio con su piel llagada, o pudiéramos escuchar la soledad de la sobrepesca o el grito furibundo en la caída de la presa, tal vez asumiríamos con más responsabilidad nuestras acciones y cambiaría nuestro comportamiento. Esa es la teoría de la sensibilización ambiental, que busca traernos nuevas narrativas de las relaciones socioecológicas como fuente de cambio en la economía y la política. Pero al final del día habrá que preguntarse si enriquecer las estéticas del desastre no es parte de ese “diagnóstico forense”, como diría un colega preocupado por la incapacidad de los humanos y sus empresas de entender las condiciones reales de funcionamiento de los ecosistemas, no las mágicas.

La voz de los ríos o las montañas, cuando llega a los tribunales a defender sus derechos, pasa inevitablemente por la interpretación que de ellos hagamos los humanos. La pertinencia del ejercicio radica en la creación de un ámbito para resolver los conflictos de valores que emergen entre personas a raíz de su propia historia, de su vida en el mismo río, de su experiencia animal: por ello las víctimas de un conflicto, una avalancha, un desastre se han ganado un espacio privilegiado en el estrado. La otra cara de la moneda surge sin embargo amenazadora: estamos convirtiendo nuestros animales en humanos y a menudo los preferimos a los otros humanos, un rostro de la neurosis urbana de seguro, uno que nos lleva a insultar a quienes en la distancia transforman los ríos y las montañas para traernos comida y energía a nuestras casas, uno que no entiende para nada lo que es un río o una montaña porque ha crecido inventándolos en una cotidianidad llena de ausencias y fantasías. En la gestión ambiental, tal vez sea mejor Sancho que el Quijote…

Perdonarán el materialismo de estas líneas, pero si el arte tiene la mayoría de las claves de la renovación cultural de la humanidad, sin ciencia se convierte en fuente de una imaginación patológica que acaba gruñendo furiosa en las redes sociales o en los tribunales para defender un mundo que nadie se ha tomado la molestia en entender. Si vamos a negociar con los ríos y las montañas, que sea con el respeto que se merecen, no convirtiéndolos en mascotas.

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