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La injusticia penal militar (segunda parte)

Cuando el análisis es riguroso, que una institución exista en cualquier otro país no es argumento a favor ni en contra de ella. Sin embargo, es deporte nacional en Colombia el 'malinchismo' institucional acrítico frente a cualquier esperpento jurídico padecido en el primer mundo.

Semana
23 de marzo de 2012

Escribir columnas de opinión que valgan la pena no es algo que se les dé a todos los que practican el oficio. La mayoría de las veces –hay que decirlo- el ejercicio degenera en un reguero de babas que dilapida simultáneamente el espacio del medio y el tiempo del lector estafado. La honestidad intelectual, que consiste en ponderar antes de escribir en serio sobre cualquier tema tanto los argumentos a favor de la propia opinión como, muy en especial, los que existen en contra, es una virtud que de corriente se echa de menos. Fue justamente el ejercicio que hice en mi anterior columna sobre la jurisdicción penal militar, donde me esforcé por examinar uno a uno el catálogo de argumentos (falacias en realidad) que pretenden fundamentar su existencia: conocimiento especializado del juez, amenaza inminente de castigo para el soldado, celeridad en el juzgamiento, incentivo a la disciplina y respeto del honor militar; todo con miras a dilucidar si existe alguna justificación racional y razonable de la existencia de un juez especial para procesar a los miembros de la fuerza pública, que viola abiertamente el principio de imparcialidad del juez inherente a cualquier sistema judicial digno de su nombre. El resultado del ejercicio dialéctico fue contundente: nada justifica que a los depositarios de la confianza pública en el manejo de la fuerza física en nombre del Estado los procese un juez parcializado cuando cometen excesos. Antes bien, dada la naturaleza delicadísima de la función que ejercen, el juicio de reproche por sus delitos, en concordancia con la filosofía general que informa el sistema penal colombiano, debe ser más severo tanto procesal como sustancialmente.

Sin embargo, el domingo pasado, en una columna de Nicolás Uribe publicada en El Espectador, la pobreza argumentativa a favor de la jurisdicción penal militar alcanzó la cúspide. Según opinión del columnista, es el agradecimiento que le debemos a la fuerza pública porque el país es nuevamente viable en términos de seguridad, lo que justifica la existencia del adefesio jurídico que burla cualquier posibilidad de justicia real frente a los excesos cometidos por las manzanas podridas que por desgracia existen en casi cualquier institución.

El razonamiento que subyace a esta idea es perverso: como la fuerza pública nos garantiza la seguridad a los colombianos, aun en las ocasiones en que sus miembros cometan atrocidades el sistema penal debe ser laxo con ellos sin importar que se corone la impunidad. Este raciocinio es además un ejercicio contraproducente porque contribuye a desprestigiar el fuero penal militar afianzando la idea de que, al contrario de lo que sus defensores quieren hacer creer, la justicia penal militar no es una garantía sino un privilegio.

El expediente al que recurre Uribe es además bien conocido en la historia reciente de Colombia pues fue arma de primera línea utilizada por el expresidente que lleva el mismo apellido: satanizar al opositor mostrándolo como “antipatriota”, “desagradecido”, o “mal ciudadano” simplemente porque no consiente en patrocinar la impunidad. El debate sobre la justicia penal militar, cuando se aborda en serio, nunca ha sido sobre el reconocimiento que se les debe a las fuerzas militares por desarrollar su función constitucional (reconocimiento que, desde luego, se le debe dispensar a cualquier servidor público que cumple con excelencia su trabajo), sino sobre la racionabilidad de procesarlas cuando se extralimitan bajo una jurisdicción integrada también por militares y por lo tanto inapta para garantizar el principio de imparcialidad del juez.

El argumento más recurrente entre los panegiristas de la jurisdicción penal militar es que como existe en otros países “desarrollados”, a fortiori debe existir en los subdesarrollados. Sin embargo, cuando el análisis es riguroso (libre de complejos de inferioridad tercermundista), que una institución exista en cualquier otro país no es argumento a favor ni en contra de ella. Aquí resulta de particular valor, por ejemplo, la observación de Sartori con respecto al régimen político estadounidense, que el lugar común cataloga como “la mejor democracia del mundo”, de que lo admirable de Estados Unidos en realidad no es su estructura de gobierno, sino que el país medianamente funcione aun a pesar de ella y su pésimo diseño institucional en términos de castigos e incentivos. No obstante, es deporte nacional en Colombia el 'malinchismo' institucional acrítico frente a cualquier esperpento jurídico padecido en el primer mundo.

Ahora bien, si en gracia de discusión examinamos el derecho comparado con rigor, la tendencia es hacia la restricción del fuero penal militar cuando no a su abolición, en un esfuerzo tanto normativo como jurisprudencial por armonizar el derecho interno con las evoluciones internacionales en materia de derechos humanos y derecho internacional humanitario. En Inglaterra, por ejemplo, la jurisdicción militar solo puede juzgar a los militares activos por los delitos de motín, sedición y deserción, es decir, infracciones de carácter disciplinario. En Francia, después de la segunda guerra mundial fue suprimida la jurisdicción militar en tiempos de paz, y en tiempos de guerra solo se conforman tribunales territoriales para juzgar delitos de carácter militar. Igual ocurre en Alemania, donde existen “tribunales disciplinarios” que solo pueden operar en situación de guerra. En Austria, el artículo 84 de la Constitución dispone que “queda suprimida la justicia militar fuera de época de guerra”. En España, el fuero militar está reservado para la comisión de delitos militares, esto es, conductas exclusivamente militares y en relación directa con las funciones de la misma naturaleza. Por su parte, en Estados Unidos las cortes marciales conocen de delitos típicamente castrenses como motín, insubordinación, negligencia del deber, deserción, y excepcionalmente de hurto o asesinato, pero solo después de establecerse que el delito tiene “significación militar” (en caso contrario es juzgado por las cortes civiles), yendo los castigos según la gravedad de la ofensa hasta la pena de muerte.

Salta a la vista entonces que lo único que podría justificar la existencia de una jurisdicción militar especial a la luz de la normativa internacional actual es que se encargue del control disciplinario de los soldados, en este caso no para suavizar la sanción sino para hacerla más estricta en razón del contexto disciplinar particularmente exigente que envuelve la profesión. A pesar de ello América Latina, el terreno históricamente más fértil para las dictaduras militares, no es por casualidad la región del mundo donde el fuero militar se sigue aplicando en forma casi irrestricta y la jurisdicción militar aún tiene competencia incluso para conocer de delitos cometidos por civiles (Bolivia, Chile y Panamá).

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