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La injusticia penal militar

Por más sofismas que se inventen para justificar el despropósito, la justicia penal militar es una patente de corso para la impunidad y una burla al principio de imparcialidad del juez.

Semana
8 de marzo de 2012

Debido a la presión de la comunidad internacional y los defensores de derechos humanos, el gobierno decidió retirar de la reforma a la justicia la descabellada propuesta de extender el fuero penal militar a los delitos de lesa humanidad. Sin embargo subsiste el debate de fondo, hasta hoy soslayado, sobre la conveniencia de la existencia misma de una jurisdicción especial para juzgar los delitos cometidos por miembros de la fuerza pública.

El primer leading thinker en avanzar los fundamentos sobre la necesidad de un juez especial para los actos de guerra o “del servicio” fue Jeremy Bentham: “en un ejército, en una flota, la exactitud de la disciplina descansa enteramente en la pronta obediencia de los soldados, los cuales nunca son tan dóciles como deben, sino en cuanto vean en el jefe que los manda, un juez que puede castigarlos y que no hay remedio de eludir el castigo, ni intervalo alguno entre éste y la falta. Además, para juzgar con el necesario conocimiento los delitos de esta especie, hace falta ser perito en la profesión y únicamente los militares son los que se hallan en estado de formar un juicio pronto e ilustrado en todo lo concerniente a la disciplina o acerca de lo que ha ocurrido en una función de guerra”.

Desde entonces, a los dos argumentos iniciales del conocimiento especializado y la amenaza de castigo inmediato para el soldado por su superior, se han agregado otros igual de débiles que me propongo refutar en esta columna: la morosidad de la justicia ordinaria, el fortalecimiento de la disciplina que se vería favorecido por una jurisdicción especial (dado que “la impunidad no es funcional para la salud institucional”), y el supuesto “honor” implícito en el ejercicio militar que garantizaría la especial proclividad de los soldados a respetar la ley.

El conocimiento especializado del juez es una virtud que todo sistema penal debe garantizar en la medida de lo posible. Pero no es cierto que la única o mejor manera de hacerlo sea creando jurisdicciones especiales integradas por jueces que ejerzan la misma profesión del procesado. Lo contrario conduciría al absurdo de exigir la existencia de jueces mafiosos, violadores o terroristas para juzgar los respectivos delitos. En materia de derechos humanos y derecho internacional humanitario, tanto la Fiscalía como los juzgados y tribunales cuentan en Colombia con funcionarios especializados, que conocen mucho mejor que los propios militares la normatividad aplicable en condiciones de guerra interna (prueba de ello son los incontables seminarios de capacitación dictados en la materia por profesores de derecho –no por soldados- a las fuerzas armadas). Ahora bien, la supuesta proximidad del juez penal militar con los hechos es una entelequia puesto que él no participa en los operativos y al igual que los jueces ordinarios solo conoce de los delitos tiempo después de cometidos.

Por su parte, la morosidad de la justicia ordinaria no se soluciona creando nuevas jurisdicciones sino fortaleciendo y dándoles celeridad a las ya existentes, que es uno de los principales objetivos de la reforma que cursa en el Congreso. En cuanto a la disciplina y el honor militar, nadie que conozca en detalle el aberrante episodio de los “falsos positivos” podría tomarse en serio semejante falacia. Ni honor ni disciplina existen en la escala de valores del militar asesino de civiles, y la disciplina, cuando se obedece a un superior sin escrúpulos, antes que un obstáculo es un factor de aumento de la criminalidad.

El argumento más poderoso en contra de la existencia de la jurisdicción penal militar es que viola abiertamente un requisito inherente a cualquier justicia digna de su nombre, esto es, el principio de imparcialidad del funcionario que juzga, quien no debe ser a la vez juez y parte. La jurisdicción penal militar va además en contravía de la filosofía general que informa el sistema penal colombiano. El Código Penal somete a quienes ejercen autoridad pública a un juicio de reproche aún más estricto (no más laxo) cuando delinquen, debido a que son los depositarios de la confianza pública. No es otra la explicación, por ejemplo, de que el peculado por apropiación tenga una pena superior al doble de aquella prevista para el hurto simple.

Pero sin duda el equívoco conceptual más grave que plantea la dogmática penal militar es la determinación de la conexidad del delito con el cargo, que es condición para que la jurisdicción especial avoque el conocimiento. Según el artículo 2 del Código Penal Militar (Ley 1407 de 2010) “son delitos relacionados con el servicio aquellos cometidos por los miembros de la Fuerza Pública en servicio activo dentro o fuera del territorio nacional, cuando los mismos se deriven directamente de la función militar o policial que la Constitución, la ley y los reglamentos les han asignado”. El carácter tautológico de esta norma salta a la vista ya que no soluciona el problema central de precisar qué tipo de conductas cabrían en su ámbito de aplicación: ¿todo lo que se haga en el horario de servicio?, ¿lo que derive de una orden legalmente emitida por el superior? La aplicación que se ha hecho de la ley indica que es así. No importa de qué atrocidad se trate (salvo por los delitos de lesa humanidad) se entiende que el acto fue realizado “con ocasión del servicio” si el sujeto está cumpliendo funciones propias del cargo. Veamos un ejemplo que ilustra bien la complejidad del asunto: como el grafitero Diego Felipe Becerra fue asesinado el año pasado por un patrullero del distrito de un tiro en la espalda en desarrollo de un operativo para capturar a un presunto ladrón, debe entenderse que por ello fue “en relación con el servicio”. Esta es la interpretación que la Fiscalía le dio al caso y la que en general se le da a la norma. Esto a pesar de que la lógica más elemental impone que cualquier exceso en el cumplimiento de la función policiva, muy en especial disparar a civiles por la espalda, sencillamente la desnaturaliza y por lo tanto lo que definiría que no se trató en realidad de un “acto del servicio” (no obstante presentarse con ocasión de él) ¡es justamente que se cometió un delito! Pedro Grullo se revolcaría de la envidia ante esta constatación.

Para terminar, en términos históricos la justicia penal militar sirvió en Colombia bajo la vigencia de la anterior Constitución no solo para coronar la impunidad de los miembros de la fuerza pública por sus excesos durante los prolongados períodos de estado de sitio, sino para judicializar civiles en medio de un ambiente jurídico militarizado. La situación llegó a ser tan crítica que, según los cálculos de Gustavo Gallón, “a finales de 1970 el 30% de los delitos del Código Penal eran competencia de cortes marciales”. Solo en marzo de 1987, gracias a una sentencia de inconstitucionalidad de la Corte Suprema de Justicia, se obtuvo la gran conquista de prohibir el uso de la justicia castrense para procesar civiles en los estados de excepción, garantía que la Constitución del 91 luego recogió en su artículo 252.

Lo más insólito de toda esta discusión es que retirada la propuesta de extensión del fuero militar el gobierno haya conformado una comisión asesora, integrada por “reputados juristas”, para hacer una propuesta alternativa de reforma que estableciera “reglas claras” al conflicto. Si esta comisión fuera seria lo único que podría recomendar es la abolición del adefesio. Muchos se preguntan por qué la jurisdicción penal militar es una institución que opera en varios países desarrollados. La respuesta es sencilla y no requiere la invención de sofisticadas explicaciones: en todo tiempo y lugar quienes ejercen la violencia física tienden a abusar de ella (esto lo entendió Hobbes hace más de tres siglos) y buscan de alguna forma garantizar la impunidad para sus excesos. Por más sofismas que se inventen para justificar el despropósito, la justicia penal militar es una patente de corso para la impunidad y una burla al principio de imparcialidad del juez.

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