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La insania olímpica

Un atleta olímpico se parece más a un pollo de granja que a un halcón. Y eso no es sano.

Antonio Caballero
14 de septiembre de 1992

SE ACABARON LOS JUEGOS. GANO EL Equipo Unificado de la difunta Unión Soviética, quedaron de segundos los Estados Unidos, Corea del Sur le ganó a Corea del Norte Colombia se lleó una medalla de bronce y 100 países se quedaron sin ninguna, incluyendo a los dos Yemenes, que participaron juntos. La Somalia miserable, que se muere de hambre y sed y pide limosna en público para financiar sus guerras, sacó fuerzas de flaqueza para enviar a Barcelona a un puñado de atletas y otro de funcionarios, y otro tanto hizo la asediada Bosnia. Todo salió perfecto. Nos vemos en Atlanta, donde, según parece, será aceptado el poker como deporte olímpico.
Mens sana in corpore sano, llaman a eso. Y vemos esos cuerpos llenos de fuerza y de armonía, asombrosos, admirables: las frágiles gimnastas, los poderosos lanzadores de disco, los nadadores de ancho pecho. Perfectos. Pero ¿sanos? Sabemos que están repletos de esteroides y de anabolizantes, de progesterona y de hormonas sintéticas. Si los atletas olímpicos pasan los controles antidoping es porque los laboratorios que los dopan van siempre un paso adelante de los funcionarios que deciden qué es doping y qué no lo es. Y sabemos también que los entrenamientos a que se someten son tan brutales como los que sufren los perros amaestrados de circo.
Son cuerpos magníficos, si, pero monstruosamente artificiales: un atleta olímpico se parece más un pollo de granja avícola que a un halcón. Y eso no es sano.
Y menos sanas todavía son las mentes que gobiernan esos cuerpos malsanos. No puede ser sana una mente poseída por la idea fija de ganar un ápice en el salto de garrocha o robarle un instante el récord de la carrera de 100 metros. Tiene que ser un idiota el hombre que quema cuatro años de su juventud en no hacer otra cosa que saltar a la comba para fortalecer los músculos abdominales, o se afeita la cabeza y el vello de las axilas para ofrecer menos resistencia al viento, o se ejercita en los movimientos antinaturales y ridiculos de la marcha a pie. Sólo a un demente se le ocurre correr, en plena canícula, los 42 kilómetros de la maratón sobre el asfalto hirviente de las calles de Barcelona, con los pies ampollados y los pulmones rotos. Eso no puede ser la salud mental: es la insania. Basta con ver los ojos de los vencedores: están locos.
¿Y cuál es el objeto de toda esa locura? Por una parte es un negocio, claro está. Un inmenso negocio que consiste en hacer que la gente compre cosas inútiles: zapatos con burbuja de aire para que el pie rebote a cada paso, pantalonetas de un tejido especial que absorbe el sudor antes de que brote de los poros, bebidas gaseosas con sabor a agua clorada de piscina olímpica. Un colosal negocio gracias al cual una audiencia calculada en 2.500 millones de personas en todo el mundo tiene ocasión de ver en la televisión anuncios de esas cosas inútiles. Pero no es el negocio lo principal. Lo que de veras importa -nos dicen los organizadores de los Juegos en todos sus discursos- es fomentar el sano nacionalismo de los pueblos del mundo. El presidente del Comite Olímpico Internacional, Juan Antonio Samaranch, vaticinó con euforia en la clausura que en los Juegos de Atlanta, en el 96, participaran nada menos que 200 países distintos: 28 más que ahora.
De eso se trata: mucha bandera, mucho himno nacional. Se trata de que los tres atletas de Kenya que ganaron la carrera de los 3.000 metros obstáculos, y que pertenecen a tres etnias rivales, se conviertan en el símbolo de la partición de Kenya en tres países distintos para dentro de cuatro años. De la misma manera que esta vez una niña gimnasta le dio a Ucrania la medalla de oro, que hace sólo cuatro años se hubiera confundido en el río de trofeos del equipo soviético. Tal vez la próxima vez las 22 medallas que esta vez ganó España se distribuyan por regiones independientes, cada cual con su bandera, su himno, su ejército: Cataluña, Andalucía, el País Vasco, etcétera. Es un buen comienzo el hecho de que, por el módico precio del billón de pesetas (10 mil millones de dólares) que costaron los Juegos, el mundo se haya enterado de que Barcelona no esta en España sino "in Catalonia, of course", como rezaba el anuncio pagado por el gobierno autonomo catalán en los principales periódicos y revistas del mundo.
Así los nacionalismos, sanamente fortalecidos por los Juegos, servirán para el verdadero propósito de esta locura, que es el de fomentar guerras civiles. Porque en medallas, no sé: pero en muertos van ganando los serbios.

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