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LA INVASION

Antonio Caballero
24 de marzo de 1997

El gobierno de Estados Unidos se dispone a descertificar a Colombia por su mal comportamiento, y lo hace de manera deliberada y ostentosa: como esos matones de colegio que se arremangan despacio y se escupen las palmas de las manos antes de darle una muenda al chiquito del curso, por chiquito. Y, como el chiquito del curso, Colombia tiembla, gime, querría echarse a llorar. Y una lamentable fila de suplicantes viaja a la capital del Imperio, desgarrada la ropa y la cabeza cubierta de cenizas -ministros, generales, dirigentes de gremios económicos-, como una procesión de flagelantes de Semana Santa. Van a pedir clemencia, a pedir perdón, a arrodillarse. (Contratan una agencia de publicidad para que les ayude poniendo anuncios en la prensa norteamericana, y hasta los anuncios les salen mal. El Espectador reproduce tres, y mientras en uno dice que los colombianos somos 37 millones, en los otros dos dice que somos 34.)Es vergonzoso.Pero no es solo la honra lo que van a entregar en señal de sumisión. Llevan además cosas concretas, como esas ciudades griegas de la mitología que le pagaban a un monstruo marino un tributo anual tasado en vírgenes. Llevan de regalo, para empezar, el mar. La Canciller acaba de firmar un 'acuerdo de interdicción marítima' -el embajador Frechette lo llama "tratado"- por el cual Colombia cede a la flota norteamericana la custodia de su mar territorial. Ni Panamá había llegado a semejante extremo de abyección. El único precedente está en la novela garciamarquiana El otoño del patriarca, cuando el embajador de Estados Unidos se lleva el mar del país en cajas numeradas para reconstruirlo en otra parte, y deja en su lugar un vasto descampado en el que unos cuantos peces dan saltos de agonía. Y esto es todavía peor: Colombia regaló ya también los peces. Además del mar, el gobierno da más cosas: el Código Penal, el manejo de las cárceles -la prensa informa que funcionarios norteamericanos han venido a mirar cómo funcionan y a impartir instrucciones al respecto-, dos o tres artículos de la Constitución, la fumigación de los campos, la extinción de dominio, el aumento de penas, la extradición de colombianos. Hasta la facultad de nombrar embajadores colombianos ha sido cedida ya: el ex ministro Esguerra, ese fino constitucionalista que nació sin columna vertebral, fue designado en Washington personalmente por Frechette. Y ya, como Ministro había regalado el espacio aéreo: todos los días se registran incidentes entre avionetas civiles colombianas y pilotos norteamericanos de guerra que las obligan a aterrizar. Pilotos que amparaba la ficción piadosa de que eran civiles contratados únicamente para que vinieran a adiestrar a los nativos, hasta que la muerte accidental de uno de ellos destapó el pastel: Colombia le hizo al muerto funerales de Estado, con el cajón cargado por llorosos ministros y generales que se cuadraban firmes ante la bandera norteamericana. Como en la canción de la niña de Guatemala que murió de amor:Llevándolo iban en andasministros y embajadores;detrás iba el pueblo en tandastodo cargado de flores¡Ay...!y delante, su excelencia reverendísima el señor embajador de Estados Unidos, Myles Frechette, riendo como un caballo.Es vergonzoso.Todo se hace, claro está, "por las buenas", como dice el presidente Samper cada vez que lo obligan a hincarse de rodillas. "Por convicción, y no por coacción". Y eso convierte en más vergonzosa todavía esta invasión norteamericana a la que nadie opone resistencia, con la impotente excepción de algunos columnistas de la prensa. Para someter a Noriega en Panamá los norteamericanos tuvieron que bombardearlo. A Samper les ha bastado con quitarle la visa para que les entregue el cielo, el mar, los campos cultivados, la Constitución y las Leyes, la Dirección de la Policía, los ministerios, las embajadas y las cárceles. Y por añadidura sancionan a los exportadores colombianos.Todo eso, en nombre de una desvergonzada farsa. Porque cuando vengan las sanciones tan temidas es posible que Colombia deje de exportar a Estados Unidos café y flores; pero no dejarán ellos de importar de Colombia el producto que representa más del 95 por ciento del intercambio comercial entre los dos países: cocaína . Pues los consumidores gringos pueden tal vez vivir sin claveles pompón, pero llevan 20 años demostrando que son absolutamente incapaces de vivir sin cocaína.(Una sola ventaja tiene esta vergüenza. Y es que si Nicaragua insiste en reclamar las islas de San Andrés y Providencia con el pretexto de que cuando firmó el tratado era un país sometido a la ocupación extranjera, Colombia podrá alegar ahora exactamente lo mismo para no renegociarlo. Las islas serán territorio norteamericano, pero no nicaragüense. Ni más faltaba: estaría en juego la dignidad de Colombia.) Qué vergüenza.

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