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La justicia del más fuerte

¿Por qué el Tribunal no llama también a juicio a los demás gobiernos que participaron en las guerras de Yugoslavia?, 45869

Antonio Caballero
7 de mayo de 2001

Acaban de meter preso en Belgrado al ex dictador de Serbia Slobodan Milosevic, responsable de varias guerras y de incontables crímenes, desde el genocidio hasta el lavado de dólares. Está ya medio preso, o preso a medias, el ex dictador de Chile Augusto Pinochet, culpable él también de muchas cosas: asesinatos, torturas, desvío de fondos públicos. Y está preso el ex dictador de la Argentina Rafael Videla por delitos variados: robo de niños, irrespeto a los tribunales. El ex dictador de Indonesia Suharto también está detenido, aunque por el momento sólo tiene su mansión por cárcel; y aunque no se le acusa formalmente de crímenes de sangre —los 300.000 muertos de su golpe de Estado—, sí se dice, con toda seriedad, que evadió impuestos.

Todo eso está muy bien. Antes los dictadores, si no morían decentemente en sus respectivas camas, se iban al exilio con sus fortunas respectivas. Todavía hay bastantes, aunque ya avejentados, refugiados en distintos países extranjeros, tan variados como Libia (donde vive Idí Amín, de Uganda), Francia (donde descansa Baby Doc, de Haití), los Estados Unidos (donde hay varios: el decano es Lon Nol, de Camboya), Brasil (allá está Alfredo Stroessner, del Paraguay), y el Japón (el asilado más reciente es Alberto Fujimori, del Perú). Hay dictadores derrocados que residen en Cuba, en la India, en la China. Inglaterra da cobijo a unos cuantos déspotas africanos ya olvidados, y España a varios hijos de tiranos latinoamericanos ya difuntos. De modo que el hecho de que ahora los dictadores caídos sean además juzgados, y tal vez condenados, es sin duda un progreso. Pues no hay duda de que Pinochet es un criminal. O Milosevic. O Videla. O Suharto. Merecen un castigo.

Pero queda un cierto mal sabor: ¿quién los juzga?

Al detenido más reciente, el serbio Milosevic, lo reclama el Tribunal Internacional de La Haya. Es decir, las potencias de Occidente, encabezadas por los Estados Unidos, que se han puesto a sí mismas el nombre impresionante de “comunidad internacional”. Pero se pregunta uno, tal vez ingenuamente: ¿y por qué no reclaman también a los que apadrinaron a Milosevic? Es verdad que el presidente de Francia François Mitterrand está ya muerto (y bastantes delitos de toda índole, desde el genocidio en Burundi hasta los sobornos de la petrolera ELF, están cayendo sobre sus huesos). Pero Mitterrand no fue el único. En los horrores de las guerras de la antigua Yugoslavia participaron también, con entusiasmo, desde un lado o desde varios a la vez, los gobiernos de Alemania, Rusia, los Estados Unidos (por supuesto), el Reino Unido, e incluso, de puro lambón, el de Menem en la Argentina. ¿Por qué el Tribunal de La Haya no llama también a juicio a los dirigentes de todos esos gobiernos? Y esto, sin hablar de los crímenes de guerra que cometieron todos ellos contra Milosevic, cuando decidieron abandonarlo: los bombardeos de la Otan y sus aliados sobre las ciudades serbias (y hasta sobre la embajada china en Belgrado). El actual presidente de la deshecha Yugoslavia, Vojislav Kostunica, recordaba hace unos días un elocuente dato: el gobierno norteamericano se niega a darle a su país un préstamo (insisto: préstamo) de 50 (cincuenta) millones de dólares para la reconstrucción del país arrasado por las guerras mientras Milosevic no sea entregado al Tribunal de La Haya; pero la destrucción causada por los bombardeos de la Otan sobre Yugoslavia —sobre campos, barrios, fábricas, puentes, carreteras, electrificadoras— se calcula en 30.000 (treinta mil) millones de dólares: casi mil veces el monto del préstamo.

Vuelvo a lo dicho. Está muy bien que sean juzgados, y ojalá condenados, los tiranos de los pequeños países por sus crímenes. Pero no hay derecho —y precisamente se trata del derecho— a que quienes los juzguen sean los gobernantes de los grandes países que los pusieron ahí. Eso no es la justicia. Y se trata, precisamente, de la justicia.

O tal vez no. Se trata solamente, como siempre, y como es natural (o eso asegura Darwin), de la ley del más fuerte. De la misma ley con que Pinochet o Milosevic juzgaron y condenaron a sus enemigos, que eran más débiles que ellos cuando ellos eran fuertes.

Y cabe imaginar —borgianamente: sin consecuencias prácticas— un tribunal internacional que juzgue, desde el punto de vista de los débiles, a los gobiernos de los países fuertes. Ninguno se salvaría de la horca.

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