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LA LECCION DE UN POLITICO

Antonio Caballero
19 de julio de 1999

Nelson Mandela acaba de dejar la presidencia de Suráfrica a los 80 años, después de cinco de
mandato. Llegó a ella en las primeras elecciones libres de la historia de ese país, cuando se empezó a
desmantelar por fin el régimen de opresión blanca del apartheid y pudieron votar las mayorías negras del
país (y también las minorías indias, malayas, chinas, mulatas y mestizas, o coloured). Llegó después de toda
una vida de acción política: 20 años de militancia pacífica en el partido ilegal y clandestino de los negros, el
Consejo Nacional Africano. Dos o tres más de lucha armada como comandante de su brazo militar Umkhonto
we Sizwe ('La Lanza de la Nación'). Otros 27 _¡veintisiete años!_ como preso político en la cárcel de Robben
Island, frente a Ciudad del Cabo, sometido a trabajos forzados y con largos períodos de aislamiento absoluto
en celdas de castigo. Y finalmente cuatro _desde su liberación en 1990 por el gobierno blanco de Frederik
de Klerk hasta su ascenso a la presidencia en las elecciones de 1994 _dedicado a la política
democrática propiamente dicha: unificar a las grandes masas negras, tanto al proletariado urbano y
des-tribalizado como a la miríada de tribus rurales y semiesclavas de su inmenso país (xhosas como él
mismo, zulúes como los partidarios de su rival Mangosuthu Buthelezi, hotentotes del sur, bantúes del
norte, ngunis, matabeles, pigmeos bosquimanos del desierto del Kalahari: 10 etnias, 20 lenguas, varios
cientos de tribus); vencer las suspicacias de las comunidades coloured; desmovilizar a los distintos grupos
armados (milicias del Inkhata de Buthelezi y del Umkhonto de su propio partido CNA, paramilitares de la
ultraderecha racista afrikaaner en el poder); y tranquilizar a los blancos de diversos orígenes que constituyen
el 20 por ciento de la población surafricana: afrikaaners venidos de Holanda desde el siglo XVI, ingleses que
impusieron su hegemonía colonial a fines del XVIII, durante las guerras napoleónicas, alemanes y
franceses atraídos en la segunda mitad del XIX por la fiebre del oro y la de los diamantes. A esa misma
tarea dedicó Mandela los cinco años de su presidencia. Y, sin duda, también los que le queden de vida como
ciudadano privado. Porque, caso único entre los grandes líderes africanos y asiáticos de la
descolonización (o en el siglo pasado, también americanos, con la única excepción de George Washington),
Nelson Mandela se negó a convertirse en presidente (o dictador) vitalicio.Pero no sólo en eso es único
Mandela. Su caso es prácticamente inaudito en la historia universal: el de un dirigente político que utilizó todo
su arte y todo su talento, su carisma y su capacidad de convicción, su aguante y la inmensa autoridad
moral que le dieron sus 27 años en la cárcel, y hasta su impresionante aspecto de majestad personal
subrayado por una asombrosa alegría infantil, no para el enfrentamiento, sino para la pacificación. Al
contrario de la casi totalidad de los líderes de masas de la historia, de cualquier raza que hayan sido,
desde Moisés hasta Mao tsé Tung, lo que Mandela ha querido fomentar no es el odio, sino la reconciliación.
Como lo dijo en su discurso de despedida (un breve discurso: ni siquiera pretendió aburrir a nadie, a
diferencia de los demás políticos), su principal motivación ha sido "el deseo de conseguir una nación en paz
consigo misma"; y el objetivo fundamental de su lucha, "la búsqueda de la reconciliación" para "construir
una Suráfrica que nos pertenezca a todos". Por eso Mandela es algo más que un gran conductor de
pueblos: es un gran hombre. Porque en vez de hacer la guerra, para ganarla o perderla, lo que hizo fue evitar
la guerra. Una guerra civil que hubiera devorado en sangre y llamas al país más rico y poderoso de toda
Africa.Empieza Mandela su discurso diciendo: "La experiencia ajena nos ha enseñado que las naciones que
no se enfrentan al pasado se ven atormentadas por él durante generaciones". Y lo concluye con estas
palabras: "La mejor compensación para el sufrimiento de las víctimas y de las comunidades, y el mayor
reconocimiento a sus esfuerzos, es la transformación de nuestra sociedad en una sociedad que haga de
los derechos humanos por los que ellos lucharon una realidad viva. Esto es, en concreto, lo que significa
perdonar, pero no olvidar".La reconciliación es eso: perdón, pero no olvido. Y en eso, tan fundamental y tan
sencillo, consiste la lección de un gran político.

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