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La libertad de insultar

El insulto, las palabras fuertes, son una reacción humana bastante normal, y quizá la única arma de defensa que tenemos frente a los poderosos de todo tipo

Semana
14 de octubre de 2006

En dos de los libros que he escrito -y espero que ahora no me consideren indigno por esta confesión- accedí a que los editores me quitaran una palabra. No la misma palabra, pero cada vez una palabra. Menos mal que lo hicieron con elegancia. Primero fueron los editores chinos. Me escribieron así: "Su libro tiene cuatrocientos setenta y dos mil seiscientos veintiséis caracteres, ¿podríamos suprimir seis?". Los seis que pedían suprimir y que yo dejé que quitaran porque no eran importantes para el libro, componían la siguiente palabra de tres sílabas, ti-ra-no, y estaba referida al presidente Mao, que sigue siendo un ícono intocable en la República Popular.

Refiriéndose a otra novela, un gran editor colombiano, Gabriel Iriarte, y uno de esos escasos que saben lidiar con la susceptibilidad de pandero de los escritores, me lo dijo con la misma elegancia de los chinos: "A este libro yo no le cambiaría ni una coma. Sin embargo, te voy a pedir que le quites una palabra, porque es que si no, nos demandan por injuria y nos hacen recoger la edición". La palabra, en este caso, tenía cuatro sílabas y era la siguiente: hi-jue-pu-ta. No digo a quién estaba dirigida para no poner en aprietos a la revista SEMANA.

Hace pocos días, con el mismo título de esta columna, publicó el New York Times un editorial en el que hablaba de la pésima situación de la libertad de prensa en Irak, con un país invadido por los gringos y con un gobierno puesto por ellos mismos. Resulta que el gobierno iraquí acaba de aprobar una ley mediante la cual cualquier periodista que "insulte públicamente" a un gobernante o funcionario público puede ser condenado hasta a siete años de cárcel. Y estas leyes no son meras palabras: un profesor que escribió que dos líderes del partido de gobierno "actuaban como faraones", ya fue condenado. Y otros periodistas que acusaron de corrupción a varios funcionarios van por el mismo camino.

La asociación de escritores más conocida del mundo, el Pen Club, acaba de lanzar una campaña internacional para que sean abolidas en todas partes las leyes penales que castigan con cárcel los delitos de calumnia e injuria. Siguiendo el ejemplo de una famosa sentencia de la Corte Suprema de Estados Unidos, que en 1964 decretó (basándose en la Primera Enmienda de la Constitución) que incluso las palabras injuriosas tenían derecho a decirse cuando se referían a funcionarios públicos, el Pen Club intenta que se desmonten en todo el mundo las leyes que penalizan injuria y calumnia, pues estas en realidad están siendo usadas (en Turquía contra Pamuk y otros, en Irán, en China, en casi todos los países árabes y africanos, en la misma Venezuela e incluso en Colombia) para acallar a los escritores y periodistas.

Los últimos intentos colombianos de modificar la ley, y de paso tumbar las sentencias de la Corte Constitucional, han sido para introducir penas más graves contra los periodistas, con sanciones penales y administrativas mucho más fáciles de obtener por parte de los políticos afectados. Hace poco también se intentaron revivir delitos de opinión, como ese de la "ofensa al sentimiento religioso" por el cual estuvieron a punto de meter en la cárcel a Daniel Samper Ospina. Y no es raro que funcionarios y personajes públicos demanden por calumnia a los periodistas de modo que, aunque no ganen los pleitos, sí nos inclinan a veces a mordernos la lengua por miedo a tener que encarar largos, agotadores, y carísimos pleitos, con lo cual se promueve, indirectamente, la autocensura.

Después de discutirlo mucho, también en el Pen de Colombia parece que se ha llegado a un consenso. No se pedirá que la libertad de expresión abarque incluso el derecho a injuriar (que era la posición que yo defendía, al menos en relación con los personajes y funcionarios públicos, siguiendo el ejemplo del derecho norteamericano), al menos sí se solicitará que las leyes sobre injuria, calumnia y difamación tengan tan sólo consecuencias de tipo administrativo (indemnización y rectificación), pero en ningún caso penas de cárcel. Es una propuesta equilibrada.

Pero ¿por qué pedía yo una libertad incluso mayor, la libertad de insultar? Porque el insulto, las palabras fuertes, son una reacción humana bastante normal, y quizá la única arma de defensa que tenemos frente a los poderosos de todo tipo. No digo solamente frente a los gobernantes, sino incluso frente a nosotros los periodistas, que tenemos este pequeño poder indudable de que se nos lea y se nos publique. Al fin y al cabo, como dijo una vez Manuel Mejía Vallejo, "fama es que le digan a uno hijueputa sin siquiera conocerlo". ¿Quieren volverse personajes o servidores públicos, cantantes famosos, periodistas de farándula? Está bien, pero entonces por lo menos admitan que la gente diga de ustedes lo que se le ocurra, sin tener que meditarlo mucho y sin temor a una demanda. Es triste no poder siquiera decirles tiranos a los tiranos, o hijos de lo que sea a los que se portan como tales.

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