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La machoexplicación o condescendencia masculina: entendiendo el sexismo sutil

Es clave, sin embargo, persistir en estos nuevos vocabularios y forzar las conversaciones y debates incómodos hasta que cambien los tableros y se redistribuyan las piezas.

9 de septiembre de 2022

Entre más nos empeñamos las mujeres en ser participantes iguales en los espacios de los que fuimos excluidas por cientos de años, más urgente se vuelve entender cómo es que se nos impide. Aunque sabemos que tenemos las mismas capacidades intelectuales y que, en muchos sentidos, la cultura nos favorece para el desarrollo de esas capacidades al recompensar la disciplina y la lealtad a los proyectos, manejamos niveles de frustración tan altos con las metas que nos proponemos que con frecuencia abandonamos nuestras carreras.

Últimamente, se ha llamado la atención sobre un comportamiento particular relacionado con la falta de reconocimiento de la capacidad intelectual, formación y experticia de las mujeres: la machoexplicación. Aunque no es la única forma de negar los altos niveles de educación de las mujeres y su dominio específico en el conocimiento, es especialmente insidiosa.

El TedTalk de Paula Stone Williams, que recomiendo, trae un par de ejemplos cotidianos que son útiles como primera aproximación. El primero es el de un pasajero de primera clase que le exige que se cambie de lugar por estar ocupando su puesto. Ella le pide amablemente que revise su boleto porque ella ya lo hizo y sabe que ella no está equivocada. El otro pasajero, hombre, insiste en que es ella la que cometió un error porque él nunca lo hace.

Stone Williams explica que nunca la trataron así cuando viajaba como hombre y que, ciertamente, nadie dudó de él cuando dijo que sabía que estaba en el lugar correcto. Aunque aquí no llega a haber una explicación en sentido estricto, sí hay una duda sobre la capacidad que ella tiene de comportarse siguiendo un mínimo de reglas conocidas por viajeros frecuentes. Como si por ser mujer ella no pudiera viajar por negocios o no pudiera hacerlo con asiduidad.

El otro ejemplo involucra una tienda de bicicletas y una pregunta compleja sobre los daños estructurales que pueden presentar ciertos modelos después de mucho uso. Paula se dirige al joven que atiende y que ella presume como experto en bicicletas. El muchacho, que no es experto, le explica que el ruido que ella menciona no puede darse y que en realidad esa bicicleta tiene una estructura fuerte. Paula percibe que el muchacho no la toma en serio en su descripción sobre el ruido y las circunstancias en las que se da, y no reconoce que él sabe mucho menos que ella sobre el tema. Usa este ejemplo para señalar que desde que completó su transición, le toca preguntar varias veces para que realmente la escuchen y aprecien el experticio con el que formuló su pregunta.

Cuando Rebecca Solnit llamó a este tipo de actitudes masculinas el mansplaining en su libro publicado en 2008, de repente miles de mujeres sintieron que entendieron algo de su rabia y frustración cotidianas. Kim Goodwin nos ha ayudado también cuando publicó en su cuenta de Twitter un diagrama explicando cómo diferentes niveles de experticio demandan interacciones diferentes (https://www.bbc.com/worklife/article/20180727-mansplaining-explained-in-one- chart). Tal vez lo más interesante del cuadro es que empieza insistiendo que las mujeres no necesitamos que nos anden explicando todo: chévere una explicación cuando se pide y cuando la persona sabe que su conocimiento del tema es más amplio que el de quien pide la explicación.

Como no he sido hombre, me cuesta trabajo calcular cuánto de lo que me ocurre tiene que ver con que soy mujer y cuánto es simplemente “torpeza masculina”. Hace unos días, por ejemplo, fui a donde un ortopedista a entender un par de lesiones que he desarrollado en mi pierna derecha. Le expliqué extensamente los antecedentes de cada lesión, los exámenes que me han hecho y los diagnósticos anteriores. Me hizo un examen físico y, sin preguntarme por mi nivel de actividad física, sin indagar por posibles golpes o caídas recientes, haciendo caso omiso de mis preocupaciones, procedió a darme un diagnóstico y decirme que, obviamente, con el compromiso que tenía de mis músculos isquiotibiales no podía tocarme los dedos de los pies.

Yo no había preguntado nada sobre mis isquiotibiales y si puedo tocarme los dedos de los pies. Soy bastante flexible para una persona de mi edad y mis características porque hago mucho más ejercicio del que suponen todos los que dictaminan sobre mi salud. Cuando le pregunté si los zapatos para pronadores podían ser útiles en mi caso me respondió como si yo fuera una niña de cinco años o una persona sin ninguna educación: eso es una moda; uno debe usar los zapatos que le queden cómodos. Y me contó una historia de un jugador de fútbol que ni me importaba ni me servía.

¿Qué puede tener que ver conmigo un jugador de fútbol de la selección al que le hacían ampollas los zapatos finos? ¿Cuál es la relación entre los guayos y los zapatos para trotar, entre un jugador profesional que vivió mucho tiempo en la miseria y una profesora que hizo poco deporte en su niñez y vivió una vida tranquila de clase media? Pensé: este señor es muy mal ortopedista si ni siquiera sabe de los desarrollos tecnológicos de los zapatos para distintos tipos de actividades físicas y formas de pie. Pero tal vez lo que pasaba era distinto: él creyó que yo era una señora sedentaria que no podía tener lesiones y mucho menos saber sobre zapatos más que la marca costosa o más usada. Tenía que explicarme que los tenis deben ser cómodos (¡!).

Precisamente porque son comportamientos sutiles y generalmente “nunca les pasa” a los hombres, cuando uno se queja terminan señalándolo o de conflictivo o de soberbio: ¿quién se cree ella que es que hay que reconocerle que sabe sobre ese tema? “Definitivamente es muy grosera si no es capaz de recibir una observación que alguien le hace o una explicación bienintencionada”. Ni siquiera acumular evidencia científica sirve: no importa cuántas veces o cómo lo contemos, seguro estamos erradas en la metodología o sesgadas en las conclusiones. Es parte del escenario en el que la experticia femenina se descalifica.

Es clave, sin embargo, persistir en estos nuevos vocabularios y forzar las conversaciones y debates incómodos hasta que cambien los tableros y se redistribuyan las piezas. Hasta entonces, no presuma que usted sabe más que la mujer que tiene al frente y no le dé explicaciones que ella no ha pedido. Sobre todo, trate de aprender de ella si es una experta en lugar de acusarla por saber más que usted.

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