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LA MUERTE INUTIL

En otras partes, los magnicidios son el punto final de las crisis. En Colombia son el anuncio de que empieza un nuevo baño de sangre.

Semana
11 de diciembre de 1995

ES ABISMAL LA DIFERENCIA EN LAS reacciones que provocaron en sus respectivas naciones los magnicidios de Isaac Rabin y de Alvaro Gómez. Es claro que las circunstancias de todo orden que rodearon cada episodio no admiten comparación, pero vale la pena aprovecharlas para reflexionar acerca del sentido que puede tener para un pueblo el sacrificio de un dirigente.
La muerte de Rabin produjo el efecto contrario al que buscaba el asesino, porque acortó la distancia entre las partes de una negociación casi imposible. El hecho de que varios personajes del mundo hubieran pisado por primera vez el territorio israelí desde su creación, para asistir al sepelio de Isaac Rabin, es un atajo de meses o quizás de años en el cronograma de la paz en Oriente Medio. Y el respaldo unánime del país a su sucesor, Shimon Peres, que en otra circunstancia sería inimaginable, empieza a generar una cohesión interna indispensable para continuar las negociaciones.
Una explicación es que Rabin era el jefe de su Estado, y que su pasado de guerrero a ultranza era la gran credencial en contra de las suspicacias de blandura con el enemigo en la mesa de conversaciones. Como ocurrió con el republicano Richard Nixon y su aproximación a la China comunista. Un demócrata habría sucumbido en el intento bajo la sospecha de traición a la patria. Otra, es que el país estaba enfrascado en una verdadera discusión de principios sobre temas trascendentales para su historia.
El hecho es que Israel llora sobre la tumba de su líder asesinado, pero su muerte ya es un avance en el logro de los ideales que el jefe sacrificado estaba buscando y por los cuales encontró la muerte.
En Colombia es al revés. Duele afirmar que la muerte de Alvaro Gómez es un sacrificio inútil, pero así es. Los antecedentes del país y el escenario en el que ocurre la tragedia no muestran otra cosa.
Las muertes de Gaitán, Galán, Guillermo Cano, Lara. Bonilla, Pardo Leal, Pizarro... y toda la lista interminable de cadáveres ilustres de nuestra historia reciente, en cambio, no han servido para nada. Es un reguero de sangre que llena de dolor a unas familias y de vergüenza al país entero, pero que sirve poco o nada para transformar las tendencias negativas en algo positivo.
En la mayor parte del mundo los magnicidios son el punto final de procesos difíciles, pues la muerte violenta de los notables se convierte en avivador de los sentimientos dormidos de los pueblos.
En Colombia el magnicidio es siempre el anuncio del comienzo de la sangría. Es el trompetazo que precede una nueva oleada de muertes indiscriminadas y feroces, a través de las cuales se busca crear pánico para doblegar a las autoridades y a los ciudadanos. Y generalmente lo logran.
A estas alturas ni siquiera sabemos quién mató a Alvaro Gómez. Los medios de comunicación han llenado sus espacios con el recuento y análisis de su vida. Los políticos no paran de encontrarle matices nuevos a la personalidad y a la importancia histórica del dirigente asesinado. Y sin embargo todo el mundo navega entre un mar de hipótesis -lúcidas unas, inverosímiles otras, estúpidas algunas más- para tratar de encontrar la razón recóndita que llevó a un asesino a acabar con la existencia de Gómez Hurtado.
Es tan caótica y sin principios la vida cotidiana en Colombia, que existe la posibilidad de que olvidemos la muerte de Alvaro Gómez sin saber siquiera por qué murió.
Y en medio del desolador ambiente de la muerte, no deja de sorprenderme que la gente saque pañuelos blancos y pida que la muerte de Alvaro Gómez sea un grano de arena en la búsqueda de la paz y la reconciliación nacional. Nunca he logrado entender esa respuesta individual o colectiva ante un asesinato. Es conmovedora la capacidad de perdón en medio del dolor, pero mientras la sociedad ponga la otra mejilla ante cada crimen lo único que habrá garantizado es más violencia.-

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