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La nueva vieja Europa

El único contrapeso a los Estados Unidos unilateralistas, a la China avasalladora y a los taifas movidos por la pasión islámica, es Europa

Antonio Caballero
8 de noviembre de 2004

Mientras en los Estados Unidos se gestaba la trascendental y catastrófica victoria de George W. Bush para una segunda presidencia (ver artículo largo), en Europa estaba sucediendo algo igualmente trascendental o más, pero en sentido contrario. En el sentido de la esperanza. Era la firma de la Constitución Europea por los presidentes o primeros

ministros de veinticinco países.

Una cosa, por el momento, apenas simbólica, apenas burocrática. Pero preñada de futuro, por vacía -por simbólica y burocrática- que pueda sonar la frase. Porque no hay que olvidar que desde hace treinta siglos, por lo menos desde la guerra de Troya, los muchos pueblos de Europa (sin contar invasores de Asia o de África) no habían hecho otra cosa que matarse los unos a los otros. De 'guerra civil europea' fue calificada incluso la Segunda Guerra Mundial, la más reciente europea, aunque en ella acabaran participando los Estados Unidos y el Japón y la China y el África del Sur, y, por supuesto, Rusia. Guerra civil europea para lograr por fin, esta vez bajo la égida del Reich alemán de Hitler, esa unificación imperial, por la fuerza, que tantas veces se había intentado en la historia desde los tiempos de Roma. Con Carlomagno. Con Carlos V. Con Napoleón. Con el Kaiser Guillermo II.

Esto de ahora es completamente distinto: es una unificación pacífica. Empezó hace medio siglo con la creación de la modesta -pero revolucionaria- Comunidad del Carbón y del Acero entre Francia y Alemania. Y una unificación pacífica de naciones no tiene precedentes en la historia. Ni las Provincias Unidas de Holanda en el siglo XVI. Ni la confederación de las Cinco Naciones iroquesas en el XVIII. Todavía hoy, y en el seno de esa misma Unión Europea de la que estoy hablando, subsiste la tentación centrífuga del fratricidio, que es tal vez lo más natural del ser humano: lo vemos en Córcega, en el País Vasco, en Irlanda del Norte, en el Chipre partido en dos, o en las atroces guerras étnicas que hace unos pocos años desgarraron la antigua Yugoslavia. Pero en este breve medio siglo lo que empezó como una 'comunidad' reducida al acero y el carbón entre franceses y alemanes, muy viejos enemigos, se ha expandido y consolidado hasta formar un bloque económico cuya moneda única y común, el euro, tiene humillado al hasta ayer potente yen y acorralado al hasta ayer todopoderoso dólar. La Unión Europea es hoy en lo económico, aunque no en lo político, una entidad más fuerte que el Japón, que la China y que los propios Estados Unidos. (No hablemos ya de Rusia). La firma de la nueva Constitución puede empezar a traducir en términos políticos ese poderío económico. Y social. Y cultural.

Social y cultural porque se trata de una comunidad heterogénea. En lo económico la unión ha provocado una positiva homogeneización, igualando los ricos como Francia o Alemania con los pobres como Irlanda (o como Alemania oriental). Pero en todo lo demás, y dentro de la muy vaga comunidad de raíces que implica la pertenencia a la tradición greco-judeo-romana-cristiana, los países que hoy conforman la Unión Europea guardan una infinita variedad en todos los campos, desde la lengua hasta la comida: desde el portugués hasta el lituano, y desde el arenque ahumado hasta el jamón curado al viento.

Sólo falta por resolver el problema de cómo explicar en las escuelas primarias de Francia que la batalla de

Waterloo no fue una derrota, y en las escuelas primarias de Inglaterra que no fue una victoria.

Tal vez exagero. Pero creo que no. Creo que el único contrapeso posible a esos Estados Unidos homogeneizantes y unilateralistas del reelegido George W. Bush, y a esa emergente y avasalladora China centralista (nuevo Imperio del Medio), y a esos reinos de taifas del mundo islámico movidos por la vesania de la pasión religiosa, es Europa. Esta nueva Europa. La "vieja Europa", como la llamó hace un año, despectivamente, el secretario de Defensa norteamericano Donald Rumsfeld cuando los gobiernos de Alemania y Francia -y la opinión pública de diez países más, incluyendo a España y a Inglaterra- se opusieron a la insensata guerra norteamericana de Irak. En esta "vieja Europa", con todos sus antiguos resabios, está la esperanza de un nuevo mundo.

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