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La paradoja latinoamericana

La amenaza para la región no es el “imperialismo yanqui” sino el creciente autoritarismo de izquierda.

11 de abril de 2015

Algunos dicen que el malestar de los latinoamericanos con Estados Unidos se debe a la Doctrina Monroe de 1823 y su proclama de “América para los americanos”. Si bien era una advertencia a las potencias europeas para que no volvieran a inmiscuirse en sus antiguas colonias, ha sido interpretada como el preaviso de las intenciones expansionistas del “coloso del norte”. 


Otros como el chavismo citan la predicción de Simón Bolívar- “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad"- como justificación de su fobia anti-gringa. 

Tal vez la frase que más recoge ese sentimiento es la atribuida al dictador mexicano Porfirio Díaz a principios del siglo XX: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca a Estados Unidos”. Dice mucho de la psiquis de América Latina que esas visiones tremendistas sigan teniendo amplia acogida. Es como si al contrario de lo que dijo Salvador Allende horas antes de morir, la historia sí se detiene, por los menos cuando se trata de la relación de la región con Estados Unidos: de víctima y victimario. 

Parece imposible erradicar la retórica de las lamentaciones que domina mucha de la interlocución sur-norte. La reacción del presidente venezolano Nicolás Maduro a las recientes sanciones impuestas por el gobierno de Barack Obama a siete funcionarios es ilustrativa de esa mentalidad. “Ni una ofensa más voy a aceptar, ni uno más, del imperialismo”, dijo Maduro. El uso de la palabra “ofensa” no es gratuita.
 Revela cómo lo emocional prima sobre lo racional cuando se trata con los estadounidenses. 

Entonces, cualquier decisión o acción de Washington es absorbida desde la óptica de décadas acumuladas de resentimiento, de las trasgresiones reales del pasado del Tío Sam y no del presente. Con un agravante: por estar muchos gobiernos latinoamericanos anclados en los años 60 y en la lógica de la guerra fría, tienden a sobrevalorar su importancia vis-á-vis Estados Unidos, llamase, por ejemplo, Cuba o Venezuela.

En una extensa entrevista que le dio Obama a Tom Friedman de The New York Times sobre Irán, el presidente estadounidense explicó por qué decidió restablecer relaciones con Cuba: “no hay muchos riesgos para nosotros. Es un país muy, muy pequeño. No es uno que amenace nuestros intereses esenciales de seguridad”. Algo ha cambiado desde que John F. Kennedy ordenó la invasión de Bahía de Cochinos en abril de 1961. Mas no, en varias capitales latinoamericanas. 

Allí, hay una reacción tan visceral a todo lo que proviene de Washington que a veces enceguece y son incapaces de ver la viga en sus propios ojos: la amenaza para la democracia que representa el creciente autoritarismo de izquierda. Los otrora defensores de la democracia, los derechos humanos, la libertad de prensa y los presos políticos – que sufrieron la represión en los 70’s y 80’s- callan ante las detenciones arbitrarias en Venezuela. Se hacen los indiferentes ante la persecución de periodistas y caricaturistas en Ecuador.

Promueven el regreso de Cuba a la OEA, conscientes de que su ingreso violaría prácticamente todas las cláusulas de la Carta Democrática que los países miembros aprobaron el 11 de septiembre de 2001 en Lima.

Aplauden el auge de reelecciones indefinidas, de Chávez primero y después por interpuesta persona (Maduro); de Rafael Correa, de Daniel Ortega, de Evo Morales. Se equivocan. Democracia es perder elecciones. Es la entrega pacífica del poder, la que distingue a un régimen democrático de uno autoritario. 

El mayor legado del primer presidente de Estados Unidos, George Washington, fue precisamente ese: pudiendo ser rey, no quiso. Probablemente, por ser un ejemplo estadounidense, no sea bien recibido.

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