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LA POBREZA: CULPA DE QUIEN?

Semana
18 de agosto de 1997

Nunca es tarde cuando se trata de discutir los rumbos de un país. Pese a que varios colegas y algunos dinosaurios han expresado sus opiniones sobre el tema, algo por decir queda en el fondo del tarro a propósito del serio, bien expuesto y controvertido discurso del ex presidente López Michelsen en el aniversario de la Federación de Cafeteros. Tengo al respecto reconocimientos y reparos. Que hay en Colombia una tremenda pobreza, nadie lo discute. Esa pobreza nos queda en las retinas cuando cruzamos los vastos suburbios de cualquier ciudad nuestra. Que hay desigualdades, que éstas se han incrementado, que la opulencia y la indigencia cohabitan insolentemente en nuestro mundo, en forma no vista ya en los países desarrollados, ¿quién podría negarlo? La brecha se amplía en vez de cerrarse. Desde luego, y esto es alarmante. Pero, ¿de quién es la culpa? ¿A quién se le debe pasar la factura por esta incuestionable realidad? Es en este punto donde no comparto el diagnóstico del ex presidente López Michelsen. El error, según él, debe radicarse en los gobiernos (¿Gaviria?) que, haciendo caso omiso en la descomunal disparidad en el ingreso, pusieron en práctica "experimentos exitosos en países de muy diferente estructura social y económica a la nuestra, tratándose de las privatizaciones y la apertura económica". Primer reparo: dicho modelo se ha aplicado en forma integral en Chile, país que no tiene una estructura social y económica muy distinta a la nuestra, y ha sido exitoso, el más exitoso de todos los países continentales, en la disminución de la pobreza. No de la riqueza, sino de la pobreza. Pues el problema no es que un país tenga ricos muy ricos, si esa riqueza es resultado del esfuerzo, la creatividad, la competitividad, la eficiencia y la multiplicación de inversiones. El problema es que tenga, como el nuestro, muchos pobres muy pobres. Y de eso _ contrariando una superstición ideológica propia de la izquierda a la cual de pronto no es ajeno el ex presidente_ no son culpables los ricos, ni siquiera los muy ricos. Los fabricantes de miseria son otros. Es, por cierto, el tema de un libro que estamos escribiendo Carlos Alberto Montaner y yo. ¿Quiénes son? En primerísimo término, precisamente el que se nos propone como remedio: el Estado. No cualquier Estado, sino el que hemos tenido: burocrático, clientelista, corrupto, manirroto, malversador, ineficiente. Pues favoreciendo ruinosos monopolios estatales, propiciando presupuestos deficitarios, incrementando el gasto público y la inflación burocrática, reduciendo la inversión, feriando el patrimonio nacional para cubrir gastos de funcionamiento, asfixiando la actividad económica con una fronda de reglamentaciones, malversando fondos a través del clientelismo político y dejando crecer el cáncer de la corrupción, el Estado es el gran fabricante de pobreza. Lo siguen de cerca la clase política, madre del despilfarro y la venalidad; los sindicatos de las empresas estatales con convenciones leoninas y prebendas ruinosas; la guerrilla y el narcotráfico con toda su corte de desastres que restan al menos un punto al crecimiento del PIB, los rentistas que en vez de inversiones productivas prefieren la valorización de tierras y lotes de engorde y, desde luego, los empresarios mercantilistas cuya fortuna se debe exclusivamente a los privilegios del poder. La idea de que la pobreza se combate eliminando las diferencias es uno de esos mitos testarudos, difundidos y peligrosos que, en efecto, los liberales o neoliberales hemos buscado revaluar. Primero, porque, como lo hemos dicho en el Manual del perfecto idiota latinoamericano, el problema no reside ahí: no hay una sola sociedad donde no existan diferencias o jerarquías. Ni en el cielo. Los gobiernos que se han propuesto eliminar la pobreza a través del método de suprimir las diferencias han conseguido, efectivamente, reducir las diferencias, pero con ello sólo han logrado volver pobres a casi todos. No a todos, por supuesto, porque esa pobreza no cubre a quienes están en el poder. Fue el caso del Perú de Alan García, de la Nicaragua sandinista o es el de la Cuba de Castro.La solución a este problema de la pobreza _que es el que cuenta_ no la vamos a conseguir volviendo al viejo modelo ni pasándole la factura al nuevo. No es acudiendo al intervencionismo estatal, a las tributaciones canibalescas, a las reglamentaciones y a la preservación de monopolios públicos. Lo ocurrido con Puertos de Colombia y con los Ferrocarriles Nacionales puede suceder mañana con Telecom, que va a terminar devorado por la carga pensional y prestacional de su voraz sindicato, a costa del retraso tecnológico, del pésimo servicio y de las tarifas infligidas al usuario. La alternativa para combatir la situación descrita por el ex presidente es la contraria: la eliminación de monopolios, la competencia, la apertura, el control del gasto público, las inversiones, la creación de empleos con el auge y desarrollo de nuevas empresas, grandes, medianas y pequeñas. No se conoce otra fórmula mejor. Lo demás es demagogia. Yo le rogaría a mi antiguo compañero jefe, a quien le abono su apego a una inquietud social que yo también comparto, que mirara de cerca el experimento de su fiel Uribe Vélez en Antioquia. De pronto, en esa alternativa, que implica la liquidación del Estado burocrático, estaría nuestro punto de acuerdo.

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