Home

Opinión

Artículo

LA PRINCESITA INFIEL

Lady Di es insuperable: logró poner al mundo a sus pies con la confesión de que le puso los cuernos al marido

Semana
25 de diciembre de 1995



CUANDO LA ENIGMATICA LADY DIAna Spencer dio por terminada su entrevista por televisión, los británicos -tan inconmovibles- estaban todos con un nudo en la garganta. Acababan de hacer un viaje colectivo de una hora a lo profundo del corazón de su princesa.
Con su susurrante vocecita arrulladora y su cara de yo no fui, lády Di conmovió a su pueblo con el retrato de la niña ingenua y soñadora que se casó, como en un cuento de hadas, con el príncipe heredero del trono de la Gran Bretaña. Les desgarró el alma al oírle contar las historias de la infidelidad del príncipe con la horrorosa Camilla Parker-Bowles, y los hizo sentir a la vez un odio intenso hacia el príncipe y una profunda compasión hacia Diana cuando ella soltó su frase lapidaria: "Yo estaba resignada a vivir en un matrimonio de tres. Pero en un matrimonio, tres son una multitud".
Después dejó a su teleaudiencia sin aliento con la descripción de las escenas dramáticas de su enfermedad nerviosa, que la hacía vomitar todo cuanto comía como una forma de rechazo a un mundo injusto y cruel que la había despertado con dolor de un sueño maravilloso. No tenía sentido vivir, dijo, pero tenía que hacerlo por sus obligaciones de madre y su responsabilidad indeclinable como princesa de Gales. Conmovedor.
Cuando ya tenía a su pueblo con el alma en vilo por la tragedia injusta de su futura reina, Diana Spencer quebró aún más su voz y reconoció sin titubear que le había sido infiel al príncipe con un apuesto capitán de caballería, a quien le había entregado su amor sincero en medio de tanta soledad e incomprensión.
Y como si lo anterior fuera poco, la última historia de Diana les revolvió las entrañas a los ingleses que miraban atónitos a su princesa en la televisión: el capitán, amante y jinete (¿pleonasmo?) vendió los secretos de la intimidad que ella le había regalado con ingenuidad, por la ridícula suma de 70.000 libras esterlinas que le pagó una editorial para que contara su affaire con lady Di.
Resultado: a los pocos minutos de haberse terminado el programa, las más prestigiosas firmas encuestadoras británicas estaban constatando un respaldo abrumador de la gente a su princesa. El 90 por ciento de los ingleses le manifestó su apoyo incondicional a Diana y dijo no reprocharle que le hubiera puesto cachos al príncipe heredero.
Todos los medios de comunicación del mundo se lanzaron en una lucha frenética por conseguir los derechos exclusivos de la confesión de Diana, y a los pocos minutos la BBC de Londres había negociado la retransmisión del antorreportaje en otros países del mundo por una suma superior a los tres millones de dólares, cifra que amortizó con creces el millón y pico de libras esterlinas que le pagaron a la princesa de Gales por compartir su dolor con los plebeyos.
Del terreno del corazón el asunto saltó en forma inmediata al de la política, y apenas terminó la emisión televisiva, el palacio de Buckingham emitió un comunicado en el que a regañadientes le tendió una mano comprensiva a Diana, de cuyo vínculo conyugal con Carlos depende que él pueda sentarse en el trono real algún día.
Confieso que a mí también me conmovió el relato. Pero no por las tristezas (y gozos) de la bella Diana de Gales, por supuesto. Entre los millones de historias de matrimonios con problemas y de injusticias de parejas que ocurren en el planeta Tierra, ésta es la que sucede de la forma más llevadera para la víctima. Muchos darían esta vida y la otra por estar en el pellejo de la pobre lady Di, y la reemplazarían con mucho gusto en su dolor.
Lo conmovedor es que el Reino Unido, una de la naciones más serias y poderosas del mundo, haya suspendido casi que por decreto todos los demás problemas cotidianos para ocuparse de lleno en una historia de amor desteñida entre un tipo sin gracia como el príncipe Carlos y una mujer afortunada, bella y vivaracha como la famosa Di.
Y es conmovedor porque el asunto le mete a la actualidad mundial unas dosis de frivolidad, de estupidez y de sencillez fascinantes.
Diana, que ha cogido una cara deliciosa de mujer perversa, puso al trono de Inglaterra, a su pueblo y al mundo entero a sus pies, y lo hizo a través de la confesión de un pecado inaceptable para las reinas: la infidelidad.
Qué envidia con los ingleses. Tienen, como nosotros, su propio proceso 8.000, pero en lugar de un drama espeso de política y violencia, sufren con una historia liviana, simpática y trivial, lo cual es, sin lugar a dudas, una manera mucho más civilizada de sufrir.