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La proclama (constitucional) de la victoria

Pareciera que no se supiera si era el gobierno o el Congreso que iban de mal en peor. Tampoco si era que los propios Acuerdos con las FARC, se estaban llevando a extremos. Lo cierto era que se había llegado a cosas impensables.

Pedro Medellín Torres
28 de julio de 2017

Esta vez, los medios informaban que el martes pasado “con 24 votos a favor avanzó en la Comisión Primera de la Cámara de Representantes el proyecto que busca asegurar que el monopolio legítimo de la fuerza y que el uso de las armas quede en manos del Estado”. Y no era un chiste. Ni se trataba de una Ley cualquiera. Estábamos ante un proyecto de acto legislativo que se tramitaba vía fast track.

La pregunta era obvia: si todos los miembros de la Comisión Primera de Cámara eran abogados o habían estudiado derecho, y sabían que el monopolio de la fuerza es uno de los elementos que define la existencia del Estado, ¿porqué se necesita una reforma constitucional para conferir al Estado, algo que es ya es de su propia naturaleza? ¿Acaso el Artículo 233 de la Constitución Política de 1991 no lo tiene ya establecido y la jurisprudencia de la Corte Constitucional lo ha ratificado? ¿Cuál era la urgencia por gastar el tiempo de los congresistas y el dinero de los contribuyentes en la aprobación de una reforma que no iba a tener un efecto real?

El Proyecto de Acto Legislativo 04 de 2017, señala expresamente “la prohibición de la creación, promoción, instigación, organización, instrucción, apoyo, encubrimiento o favorecimiento, financiación o empleo oficial o privado de grupos ilegales armados y organizados, lo que incluye a paramilitares, autodefensas y guerrillas”. Cabe preguntarse acaso, ¿Había alguna norma constitucional que permitía la acción de grupos armados ilegales?

Es evidente que desde 1832, el Estado colombiano no ha podido asegurar para sí el monopolio legítimo de la fuerza. Y que desde entonces hasta ahora, su territorio se ha convertido en un campo de guerra en que distintos grupos se han disputado, centímetro a centímetro, el control que les garantice el uso exclusivo y excluyente de la coacción física.

Si se trabaja con los datos más recientes del Ministerio de la Defensa, podríamos decir que al finalizar 2016, distintos grupos armados ilegales se están disputando el control territorial en 1 de cada 3 municipios del país. Esto es que, en cerca de 350 municipios colombianos, las Bacrim, el Eln y los reductos de las FARC, controlan efectivamente o se disputan el control territorial de las actividades que hoy son más rentables para el crimen organizado: el narcotráfico y la minería ilegal. Y eso sin considerar las comunas o localidades de Bogotá, Cali, Medellín o Barranquilla, en las que más de 530 bandas armadas, se disputan el control territorial para asegurar la rentabilidad de sus actividades de micro-trafico, extorsión y sicariato.

Pero aún así, ante la evidencia tan contundente de la incapacidad del Estado para mantener para sí el monopolio en el uso de la fuerza, tampoco una reforma constitucional que prohíba las organizaciones que hoy arrebatan parte de la soberanía territorial al Estado, va a garantizar que esto ocurra. Es más, ni siquiera el proyecto de Acto Legislativo ofrece instrumentos legales o institucionales adicionales a las fuerzas armadas y de policía para garantizar ese monopolio.  

Uno de los hechos más risibles (o lacrimosos, no se sabe) de la iniciativa se hizo visible cuando algunos congresistas cayeron en cuenta de que, hasta bien avanzado el debate, el proyecto únicamente consideraba como grupos civiles armados ilegales a “los denominados autodefensas, paramilitares, así como sus redes de apoyo, estructuras o prácticas, grupos de seguridad con fines ilegales u otras denominaciones equivalentes”. Y fue una proposición liderada por la representante Clara Rojas, que logró que finalmente se incluyera en el articulado a la guerrilla. En otras palabras, de no ser por la persistencia de algunos representantes, el proyecto al aprobarse habría reconocido la legalidad de la tenencia de armas por el ELN y las disidencias de las FARC.

El otro hecho se hizo visible cuando el entonces Ministro de Interior Juan Fernando Cristo, ante la posibilidad de que la discusión del proyecto se pospusiera, como sugirió uno de los senadores en un debate en la Comisión Primera del Senado, no tuvo problema en decir que “este proyecto hace parte del número 6.1.9 del acuerdo que es el que define las más altas prioridades en la implementación normativa, eso es uno de los únicos 2 proyectos que hacen parte del numeral que es la máxima prioridad de implementación normativa que aún no se ha comenzado a tramitar y a debatir y aprobar en el Congreso”. ¿Qué es lo que hace que una reforma sin alcance real, se promueva como proyecto de máxima prioridad de implementación normativa?

Sin embargo, ni la angustia del Ministro, ni el afán de las Farc para que se aprobara, daba pistas sobre la “importancia estratégica del proyecto”.  Una lectura de la ponencia presentada al debate del proyecto en la Comisión Primera de Senado, muestra que la aprobación de esta norma no tiene otro propósito que un doble valor simbólico. Por una parte, el Acto Legislativo es la expresión concreta y fehaciente de la aceptación por parte de las autoridades del Estado, de la legalidad de la acción armada de las FARC, proveniente a su vez de las distintas formas de legalidad que el Estado le dio a las organizaciones paramilitares y de autodefensa que promovió el combate a la guerrilla. Y por otra, la reforma es la aceptación a nivel constitucional del carácter de Estado fallido que 52 años de conflicto armado le dio al Estado colombiano.

Más allá de una norma inocua, de una reforma sin trascendencia, el Acto Legislativo 04 de 2017 es una especie de proclama, constitucionalizada, de la victoria de las FARC tras 52 años de conflicto armado, así como el edicto de mayor jerarquía que marca el comienzo del nuevo monopolio legitimo de la fuerza por parte del Estado Colombiano. Un cierre con broche de oro para los negociadores de las FARC, ¿o no?

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