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La revolución bolivariana ha muerto

Con la decisión de Mercosur de suspender a Venezuela, el proyecto expansionista de Hugo Chávez recibió su golpe de gracia. Afortunadamente.

Alfonso Cuéllar, Alfonso Cuéllar
2 de diciembre de 2016

En una carta, los cancilleres de Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay le informaron a su colega Delcy Rodríguez que Venezuela había sido suspendida de Mercosur por el incumplimiento de sus obligaciones al protocolo de adhesión. Se veía venir: árbol que nace torcido jamás endereza. Y nada más chueco que el ingreso de Venezuela a Mercosur.

Desde 2006, Hugo Chávez anunció su intención de abandonar la Comunidad Andina en protesta a los TLCs de Colombia y Perú con Estados Unidos, y unirse en cambio a Mercosur, donde estaban sus amigos Luis

Inasio Lula Da Silva y Néstor Kirchner. Era el siguiente paso en la expansión del chavismo en el continente. Pero durante años el Senado paraguayo se negó a aprobar el ingreso del régimen bolivariano porque consideraba que Chávez no respetaba los principios democráticos. El impasse se resolvió en junio de 2012 cuando, en protesta por el juicio contra el presidente socialista Fernando Lugo, los gobiernos de Mercosur suspendieron los derechos políticos de Paraguay y en un abrir y cerrar de ojos le dieron vía libre a la entrada de Venezuela al grupo. Por la puerta de atrás, colado.

Hoy, los miembros del Mercado Común del Sur reconocieron su error: no hay nada más incompatible con la integración y la defensa de los derechos humanos que el actual régimen venezolano. Parafraseando al humorista estadounidense Groucho Marx, “no quieren pertenecer a ningún club que acepte como socio a alguien como el gobierno de Nicolás Maduro”.

La exclusión de Mercosur se suma al despertar de la secretaría general de la OEA, bajo el liderazgo del uruguayo Luis Almagro. Almagro desengavetó la Carta Democrática y urgió su aplicación a Venezuela, algo que era impensable dadas las mayorías que controlaba el régimen chavista en la OEA (los gringos desde hace rato operan como una minoría). A punto de diplomacia petrolera -“mermelada”-, el gobierno de Caracas evitó una y otra vez ser condenada por acciones o actividades “non sanctas”. Colombia ha sido víctima de esa aplanadora: en 2010 cuando Uribe denunció la existencia de campamentos de las FARC en territorio venezolano y recientemente el año pasado cuando Maduro cerró la frontera y expulsó a colombianos a la fuerza. En ambas ocasiones, salimos trasquilados.

Que Almagro se sienta empoderado para levantar la voz y exigir una transformación del comportamiento de Venezuela, no es gratuito. Refleja un cambio trascendental no sólo en la relación de fuerzas en América Latina y el Caribe, señala el fracaso del experimento bolivariano de Hugo Chávez.

El chavismo era, antes que todo, un proyecto expansionista. Por eso ofreció petróleo gratis y subsidiado a Cuba y a las otras naciones caribeñas con Petrocaribe; adquirió centenares de millones de dólares en bonos de deuda a Argentina y Ecuador y embarcó a PDVSA en todo tipo de proyectos de infraestructura en Suramérica. Todo con el objetivo de comprar influencia internacional e inmiscuirse en los asuntos internos de sus amigos latinoamericanos (al igual que su mentor Fidel Castro).

Su momento cumbre ocurrió en 2006 cuando Venezuela buscaba ser elegida como uno de los dos representantes de América Latina en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Parecía inevitable hasta que la soberbia de Chávez lo traicionó. En un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas el 22 de septiembre de ese año dijo, refiriéndose al presidente George W. Bush, “el diablo está en casa. Ayer el diablo vino aquí. En este lugar huele a azufre". Esa frase le costó la elección. No pudo derrotar a Guatemala en 48 votaciones y tuvo que resignarse a que Panamá se quedara con el asiento en el Consejo.

Chávez quedó expuesto como el payaso que era y hundió su aspiración de ser un líder geopolítico.

Hoy Venezuela apenas califica como actor regional, gracias a su clientela del ALBA. Con una influencia en franco descenso, el bolivarismo de 2016 no es referente para nadie. Y a Chávez y a Maduro no los comparan con Simón Bolívar sino con Robert Mugabe, el dictador de Zimbabue, cuyo país siguió el mismo camino de hiperinflación y destrucción de una economía.

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