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La tarea del profeta

la cultura occidental es la única que, al ponerse a sí misma en tela de juicio por boca de los profetas, ha podido convertirse en civilización

Antonio Caballero
14 de octubre de 2006

Un lector me reprochaba que mis comentarios en esta revista parecen cerrar toda esperanza, como la advertencia que pone Dante a la entrada de su Infierno. Que digo que todo ha sido siempre más o menos así, y que por consiguiente no hay nada qué hacer. Que, por ejemplo, de nada sirve denunciar que Bush es un asesino porque también era un asesino Nabucodonosor, el Bush de hace tres mil años.

Y que en consecuencia denunciar o no denunciar, protestar o no protestar, hacer algo o no hacer nada, da lo mismo.

No es verdad. O sí lo es: pero no es eso lo que yo digo. Más exactamente: mi conclusión nunca ha sido esa.

Porque creo, sí, que Nabucodonosor era tan asesino como lo es hoy Bush, y como lo han sido siempre todos los Nabucodonosores de turno, cada cual en la escala de sus posibilidades. Pero creo también que así como hace tres mil años había no sé bien cuál profeta bíblico que le afeaba su conducta al poderoso rey de Babilonia, así mismo debe haber ahora alguien (dada la época, un intelectual; y de modo más inmediato, un periodista) que les haga críticas a los actuales Nabucodonosores. Aunque no sirva de mucho. Y aunque lo maten por eso, como acaban de matar en Moscú a la profetisa (quiero decir: a la periodista) Ana Politkóvskaya por sacarle los sucios trapos al sol al Nabucodonosor moscovita, Vladimir Putin.

No sirve de mucho. Pero esa denuncia pública es lo único que, a veces, sirve de algo. Los pocos y precarios progresos que han hecho los pueblos en materia política -es decir, en materia de la convivencia en sociedad- a lo largo de la historia se les deben a esos profetas que se han atrevido a decir la verdad en público, ante el público, no sólo en contra de los intereses particulares de algún poderoso sino inclusive en contra de lo que en apariencia es el interés general: el de la ciudad, el de la patria, el del Estado, que por otra parte se suelen identificar casi siempre con los intereses del Nabucodonosor de turno.

Esos precarios progresos logrados gracias al testimonio de esos pocos profetas contra los intereses del poder constituyen, justamente, el más legítimo timbre de orgullo de que puede presumir la civilización de Occidente. La civilización, en una palabra: pues la cultura occidental es la única que, al haber sido capaz de ponerse a sí misma en tela de juicio por la boca de esos profetas, es en consecuencia la única que ha podido convertirse en una civilización. Cuya contribución a la historia humana, única en el concurso de todas las culturas de los pueblos, ha sido justamente la de dar a los hombres la posibilidad de la libertad. No la libertad: sino la posibilidad de que la libertad exista.

Hay que denunciar los abusos del poder, aunque no sirva de mucho. Siempre sirve más eso que quedarse callado, como en el célebre poemita de Bertolt Brecht (si es que era suyo) sobre el que se quedó callado cuando se llevaron a los comunistas, porque él no era comunista; y se quedó callado cuando se llevaron también a los judíos, porque él no era judío; y cuando llegaron a llevárselo a él ya no tuvo a quién decírselo.

Profeta, etimológicamente hablando, no es el que anuncia lo que está por venir, sino el que denuncia lo que está pasando. El que da testimonio. En eso consiste su tarea. Y es esa denuncia, aunque sea repetitiva, aunque haya venido haciéndose de manera casi siempre inútil desde los tiempos de Nabucodonosor hasta los tiempos de Putin, la que justifica también, así sea modestamente, la tarea del periodista.

¿Muy pomposo todo esto? Me temo que sí. Espero que no se vuelva una costumbre.