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La tentación terapéutica

¿No se supone que si uno ha vivido una vida santa, al morir se va al Cielo? ¿No es un poco falto de esperanza este apego insensato a la Tierra?

Semana
3 de abril de 2005

El príncipe Rainiero lleva 10 días en la unidad de reanimación de una clínica del principado de Mónaco. Terri Schiavo pasó 15 años postrada en una cama de hospital, con grave daño cerebral, inconsciente, en estado vegetativo, alimentada con tubos y sondas. Al fin la desconectaron, y se murió en 15 días. Al papa Juan Pablo II, en los últimos meses, le han hecho un traqueostoma

para que pueda respirar, le han puesto sondas gástricas para alimentarlo, lo han mostrado de espaldas a los fieles para que no se vea su respirador artificial, y ha sido llevado y traído varias veces del hospital Gemelli. Los tres están, o estuvieron, en el puño de los médicos.

A este ensañamiento, a esta furia terapéutica el presidente Bush la llama "la cultura de la vida", sin importarle (a este cultor de la vida) que él mismo sea el gran abanderado de la pena de muerte.

Además de los instrumentos técnicos y médicos para tratar de prolongar la vida, los sacerdotes y en general los creyentes tienen también herramientas espirituales o sobrenaturales para intentar que la vida se prolongue. Los sacrificios, las plegarias, el rezo. Este viernes primero de abril, mientras el Papa agoniza, el Movimiento eclesial Comunión y Liberación invita a todos los católicos del mundo a rezar el rosario para rogar por la salud de Su Santidad. No sólo se recurre a los instrumentos terrenales de reanimación, sino también a las intervenciones del más allá.

Si me permiten una ingenuidad, yo esto francamente no lo entiendo. ¿No se supone, pues, que si uno ha vivido una vida santa, al morir se va al Cielo? ¿No es un poco impío, o falto de esperanza, este apego insensato a la Tierra? Sería comprensible en alguien que no crea en el más allá; pero si uno está seguro de la otra vida, ¿por qué aferrarse a esta cuando ya se ha vivido hasta los límites naturales?

Yo tenía un tío cura, el padre Luis, que al final de su larga existencia sufría de más achaques que el Papa. Era un hombre sencillo, con la serena fe del carbonero, que en sus últimos meses repetía a cada momento la misma frase: "¡Ay, cuándo llegaré al Cielo, tengo unas ganas de verlo!" Tío Luis, cuando acabó de enfermarse, no quiso que lo llevaran al hospital, a que le pusieran suero, oxígeno, sondas y todas esas cosas que alargan la vida, y solamente aceptaba analgésicos para paliar los dolores. Tenía mucho afán, y mucha confianza, de llegar pronto al Paraíso. No rogaba por su salud, sino que decía: "¿Cuándo será que mi Dios se acordará de mí?"

Hay una novela corta de Miguel de Unamuno, San Manuel Bueno, mártir, que narra las angustias de un cura que ha perdido la fe, se ha vuelto ateo, pero que mantiene todas las formas y la pantomima de su ministerio, para conservarles a sus fieles el consuelo religioso, que le parece un tesoro en los momentos postreros de la vida, pues les da una aceptación tranquila de la muerte. Yo a veces sospecho que, como este fascinante personaje de Unamuno, muchos jerarcas de la Iglesia, de tanto estudiar teología, o de tanto invocar en vano las sordas potencias de las alturas, se han vuelto también ateos, o al menos muy escépticos, porque si no es así no se comprende tanto apego a la vida en esta Tierra, sobre todo cuando han vivido como santos y pueden estar seguros de que están a punto de entrar en el Paraíso, un sitio de deleite espiritual donde no volverán a conocer el sufrimiento.

Con el desarrollo de la ciencia y con la tecnología médica cada vez más avanzada, es posible mantener en vida durante semanas, meses, años, a personas que no tienen ninguna posibilidad de recuperar la conciencia. Cuando la mente está muerta, el apego a la vida del cuerpo, que para muchos es una inclinación muy espiritual, revela en el fondo cierto desprecio por lo que más humanos nos hace: la capacidad de entender, de percibir, y de tener conciencia de nuestros actos. Quienquiera que haya tenido un pariente con alguna enfermedad mental grave, Alzheimer, por ejemplo, sabe muy bien que a veces los cuerpos duran más que el alma, al menos si estamos de acuerdo en que el alma humana consiste, entre otras cosas, en la capacidad de pensar, de querer y de darnos cuenta de que pensamos y queremos.

El Papa agoniza y por primera vez, dice el portavoz del Vaticano, se ha negado a que lo vuelvan a llevar, como querían sus más cercanos colaboradores, al hospital Gemelli. Ha querido morir en su cama y en su cuarto, y no conectado a mil aparatos en una unidad de cuidados intensivos. Parece que al fin va a poder descansar. Aunque sus colaboradores no descansan: hoy mismo, primero de abril, mientras el Papa agoniza, se publica el nombramiento de 18 nuevos obispos, en diócesis esparcidas por todo el mundo. Juan Pablo II nombró a 114 de los 118 cardenales que eligirán a su sucesor. Pero a sus más cercanos ayudantes, parece, ni siquiera esto les basta para darles confianza, y se aferran al poder hasta con los últimos suspiros del Papa.

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