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La utilidad de las primeras damas

La primera dama es un invento norteamericano reciente: posterior a la bombilla y anterior a la bomba atómica

Antonio Caballero
15 de mayo de 2000

Mujeres importantes por sí mismas han existido siempre, por machistas que sean los tiempos que les tocara vivir (y todos lo han sido): desde Safo hasta Naomi Campbell, pasando por Teresa de Avila y por la inevitable madame Curie. Mujeres importantes por haber ocupado cargos importantes, también: faraonas egipcias,emperatrices bizantinas, reinas españolas o inglesas, dicen que incluso una papisa de Roma. Y mujeres importantes por causa de su relación de parentesco con hombres importantes, de sobra: la madre de Jesucristo, la hija de Mahoma, la viuda de Arnulfo Arias, que hoy es presidenta de Panamá. Ha habido grandes gobernantes, grandes amantes, grandes criminales, grandes deportistas, grandes artistas. Pero, ¿y las primeras damas?

La primera dama es un invento norteamericano bastante reciente: posterior a la bombilla eléctrica, pero anterior a la bomba atómica. Data de los años 30 del siglo XX, y su maternidad se le debe atribuir a Eleanor Roosevelt, sobrina del presidente Teodoro Roosevelt y esposa del también presidente Franklin Delano Roosevelt. Una mujer infatigable que, después de criar cinco hijos, se dedicó durante los 13 años en que su marido ocupó la presidencia de los Estados Unidos a actividades propias de... de primera dama: la profesión no existía antes. Organizaba colectas para la infancia desvalida, viajaba a todas partes, se reunía con dignatarios civiles y religiosos de todas las especies, escribía una columna en los periódicos (‘My day’: ‘Mi día’), recaudaba fondos, dictaba conferencias, daba tés, concedía entrevistas. No era ni una reina dinástica, ni una funcionaria elegida o nombrada. No era nada. Era simplemente la mujer del presidente de los Estados Unidos. The First Lady: la primera dama.

Claro está que todos los presidentes anteriores habían tenido mujeres, pero eso no se sabía: pertenecía al ámbito de sus vidas privadas. Eleanor Roosevelt cambió eso. Convirtió su personalidad en un oficio, y su matrimonio en un cargo. Y los hizo indispensables ambos. Desde entonces los Estados Unidos siempre han necesitado una primera dama, aunque nunca se haya sabido con exactitud cuáles deben ser sus características: si debe ser boba como Mamie Eisenhower, o bella como Jacqueline Kennedy, o ambiciosa como Hillary Clinton.

Pero, a diferencia de otros inventos norteamericanos —la bombilla o la bomba—, el de la primera dama no ha terminado de cuajar en el resto del mundo, aunque haya sido imitado en casi todas partes. Un caso como el de Danielle Mitterrand, la mujer del presidente francés Françoise Mitterrand, es excepcional: viajaba, daba entrevistas, se ocupaba de la infancia desvalida, etc. El caso de Margaret Blair, la mujer del primer ministro británico Tony Blair, no puede ser tomado en cuenta, por extremo: ocuparse de la infancia desvalida es una cosa, quedar embarazada es otra. En otros países los resultados de la implantación de primeras damas han sido francamente negativos. Jiang Quing, la mujer del presidente chino Mao Tse Tung, fue ejecutada por traición. Imelda, la del presidente filipino Ferdinando Marcos, se vio forzada al exilio por robo. Winnie, la del presidente surafricano Nelson Mandela, cayó presa por corrupción de menores. Mira, la del presidente serbio Slobodan Milosevic, está siendo buscada por los tribunales internacionales como criminal de guerra. Sin llegar a esos extremos, las primeras damas que hemos tenido en Colombia tampoco han salido muy bien paradas del trance. A Ana Milena de Gaviria la acusaron por comprar unos cuadros. A Jacquin de Samper, por llevarse otros del Museo Nacional. A Nohra de Pastrana, por darle malos consejos a su marido el Presidente: cada vez que éste dice “Nohra, los niños y yo...” ya sabe uno que se viene encima una nueva reforma tributaria, por lo menos.

Hay sin embargo dos países del mundo en los que la introducción de ese producto exótico que es la primera dama ha tenido resultados excelentes, aunque, quizás, no los que se buscaban. Son la Argentina y el Perú, en donde las primeras damas han sido fundamentales en el logro de impedir que sus maridos —al revés del caso fundacional de Franklin Roosevelt— se hagan reelegir en la presidencia hasta la muerte. Zulema, la mujer del presidente argentino Carlos Menem, lo desprestigió de tal modo con sus acusaciones de haber dejado asesinar a su hijo Carlitos y de haberla obligado a ella a abortar a otro que no llegó a ser bautizado, que su segunda reelección fracasó. Y Susana, la mujer del presidente peruano Alberto Fujimori, acaba de evitar su segunda reelección (en la primera vuelta, al menos) gracias a una revelación aterradora: según ella, Fujimori la trata peor que al líder terrorista preso Abimael Guzmán: a él le envió un pastel de cumpleaños, y a ella no.

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