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A la hora de la verdad ¿qué?

Curiosamente, Alfonso Cano, el extinto líder de las FARC, fue de los primeros alzados en armas en pisar una cárcel.

Yezid Arteta, Yezid Arteta
9 de agosto de 2014

Se llama Jorge Augusto Bernal. Era conocido como “Robinson” en las filas de las FARC. Completa más de 20 años físicos tras las rejas. Es el prisionero político que más tiempo lleva en la cárcel. Cuando caí prisionero en 1996 y fui llevado al pabellón de máxima seguridad de la Cárcel Nacional Modelo de Bogotá, ya estaba allí, vendiendo ensaladas de frutas en un caspete. 

Así como Bernal hay varios centenares de miembros de la guerrilla, o sospechosos de pertenecer a ella, cumpliendo largas condenas. También hay milicianos purgando penas. También hay campesinos o gente de los barrios que pasaba por allí, durante un operativo, y se los llevaban.  El Estado, ningún gobierno, ha dejado de perseguir y castigar a la guerrilla. De esto no cabe la menor duda. 

Ni siquiera la dirección de prisiones - berenjenal que se llama INPEC – tiene estadísticas creíbles sobre la cifra de hombres y mujeres que están bajo su custodia porque los conteos nunca cuadran. Sólo cuentan con nociones vagas sobre una cantidad de gente que tienen bajo reja, tuerca y tornillo, sindicadas o condenadas por delitos relacionados con el conflicto. 

A las cárceles, reclusiones y penitenciarias de Colombia llegaron primero los guerrilleros, después los paramilitares, siguieron los policías y los militares y finalmente los políticos tradicionales que delinquieron para atornillarse al poder. En ese orden.

Curiosamente, Alfonso Cano, el extinto líder de las FARC, fue de los primeros alzados en armas en pisar una cárcel. Fue condenado por un tribunal castrense que seccionó en la guarnición militar de Puente Aranda. Eso fue por allá a finales de los setenta. En pleno “gobierno democrático” los militares juzgaban y condenaban a civiles. Una rara democracia. Transcurría el gobierno de Turbay Ayala y se gobernaba, como en las dictaduras o en las películas de Costa Gavras, bajo régimen de Estado de Sitio permanente.  

Con el tiempo aparecieron en las cárceles unos pabellones que los ladrones, socarronamente, llamaban “CAI”. Allí arribaban policías que en las calles andaban cogidos de la mano con los rateros. Uno que otro oficial o suboficial que miraba para otro lado mientras una banda de chicos malos desocupaba una bodega o un apartamento. Comían del mismo botín. Nada nuevo. Hay corrompidos en las instituciones desde los tiempos de Balzac. Alguna vez llegaba al “CAI” un miembro del ejército, abatido, con la mirada perdida, acusado de haber asesinado a su mujer por un asunto de cuernos. Hasta entonces, no iban a las cárceles policías o soldados por crímenes asociados al conflicto. El blanco implacable de la justicia era la guerrilla y de soslayo los ladrones de poca monta.

Los paramilitares llegaron años después. Era el colmo que los escuadrones de extrema derecha mataran a dirigentes de izquierda y campesinos como quien mata gallinas y siguieran campantes. La Unidad de Derechos Humanos creada por la Fiscalía en 1994 se puso manos a la obra y les echaron el guante a algunos miembros de estos grupos. El fiscal general Luis Camilo Osorio, cuentan en los corrillos de la justicia y en los bufete de abogados, fue despedazando esa unidad de la fiscalía que venía mostrando cierto grado de eficacia contra los ejecutores de crímenes de naturaleza política. Sus razones tendría el señor Osorio. Habría que preguntarlo.   

Fueron años en los que casos como el del secuestro y violación de la periodista Jineth Bedoya por parte de varios integrantes de un grupo paramilitar, quedaron al garete. Hay tanto que indagar y explicar sobre el prontuario criminal de Colombia que, los 85 años que quedan de esta centuria, serían insuficientes para aclararlo todo. Es la realidad. Lo demás son ideas que nos creemos por cuenta de los guionistas de CSI y otras series de ficción.

Las confesiones de algunos paramilitares y el valor de ciertos fiscales y jueces fueron llevando la cuerda hasta los cuarteles del ejército y la policía. Y aparecieron en las cárceles los primeros miembros de las fuerzas militares con la colchoneta enrollada debajo del brazo. No se trataba de militares que andaban por allí loqueando o haciendo travesuras con los picaros de la calle. Esta vez se trataba de militares que venían cometiendo crímenes asociados al conflicto armado. De soldados y policías rasos se pasó a mayores, coroneles y uno que otro general. 

Hasta que por fin llegaron los políticos. Algunos llegaban desprendiendo un maloliente tufo de alcohol porque el CTI los había capturado mientras bebían, comían, bailaban y tiraban en una fiesta organizada por gánsteres. Se veían bien alimentados y con caras de yo no fui. Se habían vuelto congresistas, gobernadores y alcaldes mediante una planificada estrategia de terror. Los escuadrones de derecha se encargaban de torturar, matar y desaparecer para que ellos pudieran gobernar y luego situaran a los organismos del Estado al servicio de una maquinaria infernal que se apropiaba de tierras y de los recursos de la nación que, en el papel, eran para cubrir las necesidades del pueblo. 

Y llegamos al año 14 con el tema de las víctimas en el horizonte. Guerrilleros, paramilitares, militares y políticos sindicados o pagando condena por delitos derivados del conflicto. Ese es el mural. Hay que sentarse en un banco y mirarlo sosegadamente, sin aspavientos, sin amagos de linchamiento, hasta encontrar los detalles más sutiles. Hay que apreciar la obra en su conjunto para visualizar cada trazo, cada fragmento y el conjunto. Así sucede en los grandes museos con los frescos más relevantes.  
 
Sólo en la cabeza de un soñador cabe la idea de que en un proceso de negociación de paz que, posee estrechos límites humanos y temporales, se pueda escudriñar y aclarar cada uno de los 220.000 mil muertos y los 25.000 mil desaparecidos que, según las cifras más conservadoras, trajo el conflicto colombiano. 

Los colombianos somos hiperbólicos. Tenemos la tendencia de resolver las querellas a meros insultos y silbidos, cuando no con una ley traída de los cabellos o una pistola. Así va el tema de las víctimas. Llama la atención que alrededor de este asunto se esté, de buena o mala fe, alzando un listón imposible de superar. Crear unas expectativas sobre algo que no va a ocurrir si en verdad se piensa en llegar a un acuerdo final. 

En la entrevista que el profesor Juan Diego Restrepo hizo al exfiscal de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo, para el portal de Verdad Abierta, hay pasajes atractivos. El ex fiscal alerta - conoce el historial legislativo de un país plagado de abogados - sobre la necesidad de evitar procesos judiciales interminables, y empeñarse principalmente en conseguir acuerdos sobre las grandes verdades del conflicto y difundirlas, masificarlas, para evitar repeticiones. Sentar las bases de una cultura de paz hacia el futuro.  

El reciente acuerdo entre el gobierno y las FARC para establecer una Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas es, a mi modo de ver, un avance hacia la dirección correcta. Convertir el tema de las víctimas en un perpetuo e inútil debate de abogados y demagogos es el camino hacia el fracaso.