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La verdad de la ley de justicia y paz

Es desafortunado que la ley de justicia y paz no establezca los medios procesales apropiados para alcanzar la verdad, opina Rodrigo Uprimny.

Semana
30 de julio de 2005

Es imposible discutir en pocas líneas todos los interrogantes que suscita la recién sancionada Ley 975 de 2005 o de justicia y paz. Por ello me concentro en un sólo tema: ¿hasta qué punto esa ley establece mecanismos procesales que permitan realmente conocer los crímenes cometidos por los grupos armados al margen de la ley que se beneficien de ella y poder así esclarecer la verdad?

El motivo de mi escogencia es el siguiente: la verdad es el presupuesto básico de cualquier proceso de paz respetuoso de los derechos de las víctimas. Y es que si no hay verdad, difícilmente puede existir reparación o castigo, pues no se sabría a quién castigar ni a quién reparar. Igualmente, si la sociedad no comprende lo que pasó, difícilmente puede poner en marcha mecanismos que impidan la recurrencia de esas conductas atroces. No habría entonces ninguna garantía de no repetición.

Las exigencias de la paz pueden entonces flexibilizar el deber de castigo de las atrocidades cometidas en el pasado. Se admite incluso que la escasez de recursos pueda limitar, en la práctica, los alcances de las reparaciones.

Sin embargo, un punto en donde no parece haber razón alguna para hacer concesiones es en el derecho a la verdad, que implica el deber estatal de esclarecer y recordar lo que ha pasado. Hay dos razones de peso que justifican la obligación. Primera, para garantizar a la sociedad la no repetición de hechos violentos de este tipo, a través de la divulgación, asimilación y discusión de lo ocurrido y de la adopción de medidas de prevención contra la criminalidad. Y segunda, para dar a conocer a las víctimas y a sus familiares la verdad de lo que ha sucedido.

La presente ley le apuesta esencialmente a una verdad judicial, pues no prevé -aunque no excluye- otras formas de reconstrucción de lo sucedido, que hacen parte ya de las "recetas" de la justicia transicional, como las comisiones de verdad. Esa opción es discutible pero explicable.

Es discutible, porque la verdad obtenida judicialmente, por importante que sea, tiende a ser fragmentaria y no siempre permite tener un panorama de conjunto de la situación de violencia y de atropellos a la dignidad humana. Cada caso tiende a ser decidido individualmente, aunque no tiene que ser obligatoriamente así. Por ello las comisiones de verdad han resultado ineludibles en las transiciones contemporáneas para lograr realmente un esclarecimiento de lo sucedido.

Pero la opción por la verdad judicial en la actual coyuntura es explicable, pues puede ser difícil y riesgoso poner en marcha una comisión de verdad en medio del conflicto y frente a uno de los actores de la violencia únicamente. Con ello no estoy cerrando la discusión sobre la conveniencia o no de la existencia de una comisión de verdad sobre el paramilitarismo. Estoy simplemente tratando de tomar en serio las razones de la ley por preferir en este momento la verdad judicial.

En esas condiciones, si la verdad es el presupuesto de toda transición democráticamente exitosa, y si la Ley de justicia y paz le apuesta a una verdad esencialmente judicial, entonces la ley debería garantizar que los procesos judiciales permitan esclarecer la realidad del paramilitarismo. La gran pregunta es si la ley de justicia y paz permite alcanzar -o satisfacer- el derecho a la verdad de las víctimas, conocer cómo operaban los grupos que se acojan a ella para evitar que continúen operando y proveer a la sociedad de un relato histórico colectivo y fidedigno sobre esa realidad oculta y fragmentada.

Frente a los procesos de paz del pasado, que tendieron a fundarse en el perdón y el olvido, la presente ley es un avance, pues reconoce el deber de las autoridades de esclarecer los crímenes atroces. Ese planteamiento de principio es positivo, pues parecería significar que Colombia estaría saliendo de los perdones amnésicos, que tanto daño nos hicieron en el pasado. El problema es que esa declaración no se acompaña de los mecanismos procesales apropiados para realmente lograr la verdad, como lo muestra una breve descripción del procedimiento previsto.

El desmovilizado debe rendir una versión libre ante las autoridades, en la cual no está obligado a decir la verdad. En los siguientes 60 días, la Fiscalía investiga su participación en los hechos atroces que hubiera podido cometer, para luego formularle unos cargos, que la persona puede o no aceptar. Si los admite, entonces recibe los beneficios de la ley, que significan que no recibe la pena ordinaria del código penal (por ejemplo, 60 años por masacres y secuestros) sino una "pena alternativa", que no podrá ser en ningún caso superior a ocho años, sin importar en cuántos actos atroces haya participado, siempre y cuando haya aceptado haberlos cometido.

Aquellos hechos que el desmovilizado no confiese podrán, en principio, ser investigados y sancionados posteriormente con todo el peso de la ley. Pero el desmovilizado tiene la posibilidad de aceptar los nuevos cargos por esos delitos que no confesó, y entonces ya no recibirá todo el peso de la ley; podrá obtener los beneficios de la pena alternativa también para esos crímenes. Los nuevos beneficios se acumulan con los anteriores, de manera que si en un primer momento pagó una pena de prisión, ésta será contabilizada para decidir cuánto le queda por cumplir, sin que nunca la privación de libertad sea superior a ocho años. El desmovilizado sólo tendría una agravante del 20% de la pena alternativa si los nuevos hechos son muy graves; y sólo perdería la posibilidad de obtener esos nuevos beneficios si la Fiscalía comprueba que la omisión de la confesión fue intencional, lo cual es difícil.

La ley no exige entonces la confesión plena de todos los delitos atroces como requisito para que las personas accedan a los beneficios de reducción generosa de la pena.

El argumento jurídico invocado por el Gobierno fue que la exigencia de la confesión plena violaba el derecho fundamental de toda persona a no declarar contra sí misma. Pero esa tesis es equivocada y contradictoria.

Es equivocada porque el derecho a la no autoincriminación no excluye que el Estado conceda beneficios punitivos a aquella persona que confiese un delito, siempre y cuando esa confesión sea libre. La jurisprudencia constitucional nacional y comparada sobre el tema es abundante. Y eso es aun más claro en las condiciones excepcionales de la justicia transicional, pues en esos casos la sociedad otorga beneficios punitivos generosos a los desmovilizados responsables de delitos atroces. Pero, a cambio, bien puede la sociedad imponerles el deber de revelar su participación en esos hechos, tal y como se hizo en el proceso de paz surafricano.

La tesis gubernamental es además contradictoria. No es posible atacar la exigencia de una confesión plena y fidedigna de todos los delitos cometidos por el miembro de una organización criminal para la obtención de ciertos beneficios punitivos, con el argumento de que la misma viola el derecho a la no autoincriminación, mientras que al mismo tiempo se defiende la existencia de un proceso de paz negociado y de una ley que ofrece beneficios penales a quienes se desmovilicen. Esto es, a quienes confiesen que son miembros de grupos armados al margen de la ley.

Le ley no establece entonces, pudiendo haberlo hecho, un verdadero incentivo para que el desmovilizado suministre información nueva al Estado. Muy posiblemente el desmovilizado se limitará a informar acerca de los delitos que teme que el Estado ya conoce.

Ahora bien, hasta la fecha no es mucho lo que la Fiscalía sabe de los crímenes cometidos por los grupos armados al margen de la ley, a quienes se podría aplicar esta ley. En efecto, dadas las dificultades de la investigación en estos temas y las graves deficiencias técnicas e institucionales con las que contamos, es muy poco lo que la Fiscalía sabe sobre los verdaderos responsables de los delitos, sobre las tierras forzosamente expropiadas, sobre el destino de los secuestrados y de los cuerpos de personas asesinadas o desaparecidas y sobre el funcionamiento interno y los patrones que han seguido en la comisión de crímenes de guerra o lesa humanidad.

Las herramientas con que cuenta actualmente la Fiscalía para investigar sistemática y exhaustivamente delitos, como los de lesa humanidad, que son por definición complejos, no son las más idóneas. La creación de una unidad específica para investigar esos crímenes, como la prevista por la ley, puede ser importante. Sin embargo, en la medida en que la ley no incentiva vigorosamente el suministro de información por los desmovilizados, y contempla un procedimiento oral y expedito, en el que existe un período de tiempo muy corto para que la Fiscalía investigue los delitos no confesados, los resultados de esta unidad no parecen prometedores.

Esas dos características -no exigencia de confesión y plazo muy corto de investigación- restringen en gran medida la posibilidad de que la Fiscalía logre cumplir con la exigencia de verdad, en reemplazo de la muy probablemente inexistente confesión de los desmovilizados.

La presente ley, a pesar de su importante declaración de principio en favor del derecho a la verdad, no establece entonces las herramientas suficientes para que el Estado logre la reconstrucción, siquiera fragmentaria, de la verdad del fenómeno paramilitar, que se pretende superar. Se perdió entonces una oportunidad para hacer un procedimiento de verdad para la verdad.

Pero hay otras opiniones. El recién electo Fiscal General defendió, como viceministro, las bondades de esta ley. En su nuevo cargo debe demostrar que es posible alcanzar la verdad con esa ley. Ojalá tenga razón. Pero, en todo caso, la vigilancia crítica de la opinión pública y el ojo atento de la comunidad internacional serán decisivos para que se logren esas promesas.

* Director del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad DJS y profesor asociado de la Universidad Nacional.

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