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Las lecciones de Obama

La hazaña de Obama debería ponernos a reflexionar seriamente sobre cuán lejos estamos de ejercer en Colombia una política que interprete el cambio y la ruptura

María Jimena Duzán
8 de noviembre de 2008

En un país como Colombia, en el que la política ha abandonado la controversia de las ideas y se ha reducido al estrecho marco de un Presidente caudillista y de su insistencia por quedarse en el poder, el triunfo de Obama tendría que servir para que aprendiéramos ciertas lecciones. La primera es tal vez la más obvia: la de que la política no está hecha sólo para perpetuar en el poder a las elites ambiciosas, sino para destronarlas por la vía del sufragio universal, sobre todo si se trata de elites corruptas e indolentes frente a los más necesitados.

Es evidente que la victoria de Obama incita a la ruptura y al cambio, y que su fuerza electoral radica en el hecho de que interpreta las necesidades y los sueños que se han venido gestando con mucha impaciencia en la sociedad americana de tiempo atrás, como bien lo mostraron de manera elocuente las lágrimas de Jesse Jackson el día del triunfo de Obama, lágrimas que parecían recordar a todos los héroes que aportaron con sus actos y con sus vidas la lucha de los negros en Estados Unidos.

Tan impresionante hazaña nos debería poner a reflexionar seriamente sobre cuán lejos estamos de ejercer en Colombia una política que interprete el cambio y la ruptura. Por ese camino habría que decir que a la política en Colombia se la tomaron en los últimos años dos fenómenos que la tienen en cuidados intensivos. De un lado, el caudillismo del presidente Uribe, que eclipsó cualquier debate distinto al impuesto por su imagen de líder providencial, y del otro, la ascensión de unas nuevas elites mafiosas sustentadas en el temible poder narcoparamilitar que se fueron asentando hasta lograr un poder político que hoy la Corte Suprema de Justicia con sus importantes y decisivas investigaciones está intentando develar ante el país. Al caudillismo providencial de Uribe llegamos por cuenta de la intransigencia de las Farc, que es el peor enemigo de la política, y a la consolidación de estas elites mafiosas, que en algún momento fueron contrainsurgentes, llegamos por cuenta de esa ética laxa que ha hecho de estas mafias narcotraficantes el mal menor que hay que asumir en la lucha contra la subversión.  

Esos dos fenómenos han convertido la política en Colombia en un ejercicio mucho más corrupto de lo que ya era cuando el país estaba dominado por los famosos caciques electorales que engendró para desgracia nuestra el bipartidismo, muchos de los cuales siguen vivos y coleando, como sucede con Víctor Renán Barco y Omar Yepes, el dúo imbatible de Caldas. Estos dos caciques urdieron una alianza desde hace más de 20 años a través de la cual se han repartido, de manera equitativa, la marrana de ese departamento. Orlando Sierra, el subdirector de La Patria de Manizales, se dedicó a denunciar la forma inaudita como funcionaba esta alianza, hasta cuando fue vilmente asesinado.  

De esas alianzas bipartidistas que consolidaron el cacicazgo tradicional pasamos hace unos años al surgimiento de estas nuevas elites mafiosas que han utilizado a la política regional para acceder al Congreso y, por ende, al poder y al presupuesto.

El problema se agrava aun más cuando estas elites mafiosas y el poder caudillista coinciden en un punto: en su desprecio por los derechos y los principios democráticos que están suscritos y consagrados en la Constitución del 91. Mientras el Presidente quiere acabarla porque no permite su reelección, a las  nuevas elites mafiosas les molesta su talante garantista con las poblaciones que ellos han sometido y desplazado en su pelea por la tierra.

En realidad, lo que está en juego en el país es la vigencia y la continuidad de esa Carta y todo lo que ella representa. Sin embargo, a pesar de ser ese el desafío, en el país ese es un debate prácticamente nulo. Ni la oposición se atreve a asumirlo como debiera ni la sociedad como tal ha encontrado una voz como Obama que la despierte y emprenda la lucha por lo que de ella queda. Sería el colmo que mientras el mundo está cambiando y los paradigmas culturales superan los sueños, en Colombia la oposición no sea capaz de incitar el cambio y de convertirse en una alternativa real que interprete los sueños de un país más democrático, más tolerante y menos violento.