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LAS LOCURAS DE PONCHO

Semana
5 de marzo de 1990

Quienes conocemos personalmente a Poncho Rentería sabemos que esta loco desde hace muchos años. Es un orate inofensivo, e incluso divertido cuando no se pone necio, a la manera de unos dementes cariñosos y familiares que andaban por los pueblos polvorientos de la Costa, arrastrando un carrito imaginario o hablando solos. Los llamaban mochales, palabra bella castiza que don Miguel de Cervantes inmortalizó en sus "Novelas Ejemplares".
Por eso, quienes nos tropezamos con Poncho de vez en cuando, no lo tomamos en serio. Pero, en cambio, los lectores de su columna en "El Tiempo", que no tienen porque estar informados de sus condiciones mentales, le ponen excesiva tiza al asunto como decimos los jugadores de billar y se indignan con él. Tempestades de cartas de protesta suelen caer sobre la dirección de ese periódico cada vez que Poncho escribe.
Ante esas reacciones, Rentería, que es irrespetuoso pero inocuo, que no le hace daño a nadie con sus diabluras, se ríe entre sombras como el espíritu burlon del famoso verso. Disfruta con ello, naturalmente, porque es masoquista y le agrada que los demas le respondan, aunque sea para insultarlo. La primera víctima, como se lo imaginarán ustedes, es el propio periódico, que se la pasa presentando excusas por las travesuras de Poncho.
En fin: ahora se ha enfrascado en una disputa regional, con los costeños, a raíz de una serie de comentarios suyos en los que revuelve de manera asombrosa la seriedad de la política con los chistes de mala fe y de peor catadura. Mis paisanos, que no lo conocen, se han sentido en la obligación de contestarle en las mismas pagínas de "El Tiempo", con sesudos argumentos y solemnes razonamientos. No se dan cuenta de que están perdiendo su tiempo. Gastan, como dice la gente, polvora en gallinazo, porque lo único que logran es darle gusto a Rentería, que es un exhibicionista incurable.
Yo mismo he sido víctima suya. Se le ha metido en la cabeza la cantaleta de usarme como ejemplo, en sus desvaríos, para demostrar que los costeños que viven en Bogotá dejaron de serlo y ahora pertenecen, como ciertas especies botánicas, a una categoria híbrida que escribe sobre San Bernardo del Viento pero usa vestidos de paño oscuro. Esas son tonterías, obviamente.
En su chifladura, Poncho es de los que creen que el carácter costeño se lleva por fuera y no por dentro. El se imagina que, para ser costeño, es necesario andarlo pregonando a grito pelado y caminando por las calles de Bogotá con una camisa floreada, de esas que antes venían estampadas con unas palmeras apambichadas, llamadas así por las playas de Palm Beach. Mis primos vivían orgullosos de las suyas. Yo las detesto.
El que cometa el desproposito de ponerse eso en Bogotá, como es natural, morirá de pulmonía doble. Como estaría condenado a morir de deshidratación el viajero que tenga, por andarle haciendo caso a Poncho, la feliz idea de salir a la playa de Cartagena con chaleco y gabardina. Pero Poncho no entiende eso. Poncho cree que si uno es de Manizales debe, en consecuencia, baharse con abrigo en el mar de Santa Marta. Poncho esta loco, ya lo dije. Va a morir congelado el día en que se le ocurra ponerse una guayabera en Tunja.
El mejor costeño del que he oído hablar en mi vida no era un ser de carne y hueso, sino un fascinante personaje de ficción. Era silencioso y tímido. Taciturno. Jamás alzaba la voz. Hasta usaba corbatín de lazo y sombrero. Pero llevaba la fiebre caribe por dentro, en los entrepaños del alma. Era capaz de tocarle el violín en un parque a un amor que parecía imposible. De noche era un maestro en las camas ajenas. Usaba los telégrafos de pueblo para transmitir poemas de amor. No era rumbero, ni bailaba zapateando el suelo para que todo el mundo se fijara en él. Pasaba inadvertido. Se llamaba Florentino Ariza y lo pueden encontrar ustedes en las paginas de "El amor en los tiempos del cólera".
Ahora sí, hablando en serio: yo también he caído, pero a sabiendas de lo que hago, en la trampa de Poncho, que consiste en que la gente hable de él. Pero es que a mi Poncho me entretiene. No lo tomen en serio, por Dios, ni le presten atención.
Poncho es un provocador. El práctica la idea farandulera de que el periodismo consiste en maltratar a alguien para que alguien se ocupe de uno. Estoy convencido de que si dejaran de publicarle la columna semanal, y Dios no lo quiera, saldría desnudo a la calle para escandalizar a las señoras y alborotar a la policía. Pero antes, claro, llamaría a los camarógrafos de la televisión.
Esa es la parte de su locura que a mí, que le tengo cierto cariño, me preocupa: Poncho es capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención. Por eso he creído que, para lograr sus propositos, Poncho va a terminar un día de estos poniendo bombas en una esquina. Aunque sean bombas de jabón...